«Humildad y servicio»

Por primera vez en seis meses suena el despertador. Entra un mensaje. Con los ojos lacrados leo haciendo un esfuerzo hercúleo: “Buenos días, Lorenzo. Mucha fuerza en tu reincorporación. La terapia, dura pero fenomenal. Tú puedes”. No contesto.
De camino, vuelve a acosarme una imagen casi olvidada: un niño extremadamente pálido viene a mi encuentro y pregunta a empellones por qué no lo protegí antes de que fuera demasiado tarde. Marco un número.
—Dígame.
—Sofía, no puedo. Me vuelve otra vez Carlos.
—Tranquilo. La cabeza es muy traviesa, pero sabes cómo controlarla.
—¿Y si me bloqueo o alguien me dice algo?
—Eres una persona nueva. Lo sabes, ¿verdad?
—No estoy muy convencido, pero gracias. Salvaste mi vida.
—Ahora es tu turno de salvar otras.
Me repito las dos palabras de poder, esas que conforman mi nueva forma de manejarme en el mundo: humildad y servicio. Las he elegido yo y no las traicionaré.
Cuando cruzo el umbral de la entrada del instituto, reconozco unos latidos atropellados y recuerdo mi primer día de trabajo. Tengo esas mismas sensaciones. Con los años de una rutina tediosa que opacó mi vocación había olvidado lo que significa ser docente.
En la puerta del aula, respiro despacio. Cuando entro todos esperan sentados. En otra época hubiese abierto el libro y, sin despegar los ojos, empezado a explicar el temario. Pero recuerdo mis nuevas palabras: humildad y servicio.
—Buenos días a todos. Espero que hayáis dormido bien. ¿A alguien se le ocurre qué aprenderemos este curso?
—El máximo común divisor y el mínimo común múltiplo —dice uno subiéndose las gafas.
—Casi, pero no. Lo que vamos a aprender es a ser humanos. Yo el primero. Estoy para lo que haga falta —digo llevándome la mano al corazón.
Detecto las caras extrañadas que pronosticamos. Nadie dijo que sería sencillo.