Andrea caminaba por las calles iluminadas de Garghal. Aquella noche había salido tarde de trabajar y, aunque estaba cansada y su mente solo hacía que visualizar piezas metálicas, compuestos electrónicos y números por doquier, aquello no le paró de ir a la tienda favorita de su sobrina.
Había bastante bullicio por las calles y Andrea sabía que era porque pronto se lanzaría la nave espacial que viajaría hasta el planeta llamado Tierra-0110, nombre adjudicado al ser el sexto intento. A la gente aquello le emocionaba, pero Andrea, que se había pasado horas y horas trabajando en aquella nave, sabía que no estaba preparada para despegar y que aquello sería un desastre. Ella, de entre todos, había tratado de convencer al equipo y a la empresa, incluso al Gobierno, de que aquello no era viable, pero nadie quiso hacerle caso. Nadie la tenía en cuenta desde aquella primera nave que fabricó años atrás. Sí, hasta ahora solo una nave había conseguido llegar al espacio, una en la que Andrea puso todo su empeño, su afán y sus conocimientos. Sin embargo, a varios kilómetros cerca de Marte, la nave se esfumó. No hubo rastro alguno y no tuvieron manera de localizarla.
Andrea cogió dos bolsas de croissants variados: caramelo, chocolate, yogurt y mantequilla, y se encaminó a la casa de su hermana. A medio camino se dio cuenta, guardando el monedero, que se había dejado una de las bolsitas frente al mostrador. Corriendo de vuelta a la tienda llegó a tiempo para ver como un chico de cabello dorado salía de la tienda con la bolsita que llevaba escrito el nombre de su sobrina. Corrió tras él, jadeando de lo poco acostumbrada que estaba, y lo cogió de la parte trasera de la camiseta justo cuando estaba guardando las bolsas en la parte trasera de una furgoneta anticuada.
El chico se giró con sorpresa mientras Andrea trataba de recuperar el aliento.
—Esa... —cogió aire y se apretó el costado— esa bolsa es mía. La que pone Sara.
El chico la miró desconfiado.
—Mira —dijo él — será mejor que te vayas a pedir otro lado. No te voy a dar nada.
Aquello ofendió a Andrea por el hecho de que él pensara que ella era una mendiga.
—No te estoy pidiendo nada, te estoy diciendo que me devuelvas la bolsa que me he dejado en la tienda de Anabel —Andrea vio como el chico escondió a su espalda una de las bolsas.
—Pues si te la has dejado debería estar allí porque YO-NO-LA-TENGO.
Andrea sabía que mentía. Le había visto la bolsa con el nombre de Sara, así que se lanzó a su brazo para quitarlsela y en el forcejeo, la bolsa acabó rompiéndose y los cruasanes esparcidos por el suelo. Cuando Andrea cogió uno de los cruasanes se dio cuenta de que no eran de los sabores que ella había escogido.
—Lo siento —dijo Andrea mientras los recogía, aunque sabía que ya no servían.
—No, lo siento no, son 10 Dwan, por si no lo sabías.
Andrea apretó los labios. Tenía razón, pero no podía permitirselo, así que pensó en su amiga Olivia.
—Si me esperas 10 minutos te traigo otros.
El chico la miró detenidamente, decidiendo si debía confiar o no en aquella extraña que solo había hecho que traerle problemas, pero al final aceptó.
—Está bien, 10 minutos, ni uno más y ni uno menos.
Andrea asintió y corrió hacia la panadería de su amiga. Sabía que sabría igual, pero al menos no la podría denunciar. En cuanto entró a la panadería, Andrea se lanzó al escaparate.
—Por favor, Olive, dime que me puedes prestar 6 cruasanes parecidos a estos —dijo enseñándole la bolsa rota con los cruasanes sucios.
Olivia puso cara de asqueada.
—¿También con porquería? Porque de eso no tenemos.
—Se me han caído, tonta, y no son para mí. Por favor, te invitaré más adelante.
Olivia puso los ojos en blanco, pero ya lo estaba preparando.
Cuando Andrea volvió acompañada de Olivia, observó que el chico miraba un reloj de agujas y cuando llegó a su lado lo paró.
—Te han sobrado 15 segundos —dijo él.
Ante aquel comentario a Andrea casi le dieron ganas de tirar los nuevos cruasanes a la basura, pero no le parecía justo para Olivia. Andrea le entregó la bolsa.
—Aquí tienes, con esto estamos en paz.
Andrea y Olivia procedieron a marcharse cuando un destello de luz cruzó el cielo seguido de un sonido silbante y un impacto tan fuerte que hizo temblar el suelo. El corazón de Andrea latía con fuerza mientras veía como sombras caían del cielo. Ella sabía qué era aquello y no le cabía en la cabeza que fuera posible.
—¿Pero qué...? —dijo el chico, llamado Edgar, a sus espaldas.
—Será mejor que nos escondamos—dijo Andrea nerviosa.
Los tres se unieron a otros ciudadanos que corrían atemorizados cuando una de aquellas cosas casi les cae encima. Olivia cayó al suelo y el chico la ayudó a levantarse mientras Andrea no podía despegar la mirada de aquella magnífica obra de arte. Obra que recordaba en total detalle, con aquellos colores negros brillantes como el ónix. Se acercó a aquella nave y paso la mano por aquel metal, aquella aleación que ella misma había creado. Tenía el mismo tacto.
Miró las demás naves que caían, todas idénticas. Andrea no comprendía como podía haber pasado aquello, pero cuando éstas se abrieron y empezaron a salir seres con máscaras, tentáculos, trajes y armas, algo tuvo claridad en su mente. El ruido ensordecedor de explosiones empezó a llenar el aire y los edificios se desmoronaban a su alrededor. En medio del caos consiguieron esconderse tras unos muros donde pudieron coger aire.
—¿Qué… qué está pasando? —preguntó Olivia con los ojos lagrimosos.
—Alienígenas —contestó Andrea.
Y entonces Andrea se despertó de un salto. Su lado de la cama estaba empapado de sudor y el corazón le iba a mil. A su lado, yacía Edgar durmiendo plácidamente.
El giro final es brutal, los sueños, sueños son.
Saludos Insurgentes