Disfrutaba del atardecer como sólo sabe hacerlo al que le quedan pocos más por disfrutar.
No se lamentaba, el Grande y Misericordioso le había permitido ser testigo de hechos asombrosos.
Miraba el mar contemplando al sol sumergirse en las aguas azules como la ropa que vestía y el velo que cubría su rostro y recordaba.
Recordaba la gran sequía, en la que incluso los pozos más secretos y profundos se secaron. Tiempos de escasez. El Pueblo Libre, frugal, no se quejó, Dios creó el desierto para probar a los fieles, no se puede ir contra la palabra de Dios.
Recordaba las noticias de la guerra más allá de Idraren Draren en la que los súbditos del falso Comendador de los Creyentes, que huían de la sed y el hambre y los cristianos del norte se enfrentaron con fiereza hasta destruirse los unos a los otros.
Recordaba los gloriosos tiempos en que las tribus se unieron bajo el renacido poder de los orgullosos imoshag, el Pueblo Libre alzó sus espadas y cabalgó para reclamar de nuevo el paraíso. Sin oposición de los famélicos infieles, con sus máquinas de guerra sin combustible, los verdes estandartes se alzaron victoriosos de Córdoba a Berlín.
Recordaba cuando llegaron los hielos del largo invierno y el Pueblo Libre regresó a casa.
Sonríe mirando a los niños que chapotean en la orilla con el minarete verde y blanco de la Mezquita Hassan II emergiendo de las aguas tras ellos. El Pueblo Libre no necesita templos de piedra, pensó, llevan a Dios consigo donde les llevan sus camellos.
Un estruendo lejano reclama su atención, estelas flamígeras cruzaban el cielo desde la morada celeste de Los-que-huyeron. Los-que-causaron-el-mal regresan a un mundo que creen suyo. El viejo Tuareg se yergue, acaricia la empuñadura de su takuba, y sonríe de nuevo.

