«Jucilia. Simplemente Jucilia.»

Aliteraciones alocadas, inesperados hipérbatos o paranomasias demasiado rebuscadas. Jucilia iba a ser mi primer libro, una oda a esa persona a la que tanto deseé y a la que nunca pude acercarme.

Juanjo me esperaba en la estación para recoger todo ese torbellino de emociones que, pluma en mano, había conseguido plasmar en papel en mis ratos libres. El tiempo era un bien escaso en mi día a día, pero escribir me ayudaba a ordenar mis ideas.

Como por obra divina recibí una llamada. Era Ella. Otra vez algún indecente le había roto el corazón. Otra vez necesitaba un hombro donde llorar. Y, otra vez, sería el mío.

Corrí hasta su portal. El siete de la calle Gustavo Adolfo Bécquer, un intento cutre de imitar la arquitectura neoclásica parisina.

Llamé al telefonillo.

- Sube.

Oír la sutil melodía de su voz era suficiente para que fueran mis inseguridades quienes tomaran las decisiones importantes en mi lugar. Llegando al rellano de la segunda planta me acordé. Portaba conmigo mi más preciado tesoro: los textos que la idolatraban.

La curiosidad era una de sus mayores virtudes, y era consciente de que si alcanzaba el ático con un cuaderno ella lo querría leer. Y yo no querría negarme. Entre temblores y sudores fríos decidí correr a deshacerme de la obra de mi vida. No iba a permitir que Ella leyera lo que sentía.

Subí al ático. Toqué el timbre. Una. Dos. Tres veces. Dentro nadie respondía. Llegué a pensar que Ella nunca había existido, que Jucilia había sido producto de mi imaginación.

De repente, cuando estaba a punto de desistir, la puerta se abrió.

- Pasa, me estaba maquillando.

Algo había cambiado en Ella. Ella podía haberse puesto kilos de maquillaje y un vestido ostentoso, pero su alma estaba por fin desnuda.