Kassandra se levantaba cada mañana nostálgica de su pasado en Grecia, cuando ella y su esposo Domiciano eran libres y dedicaban su tiempo al estudio y a la enseñanza. Estaban a punto de tener a su primer hijo, que a la postre sería el único. Pero, habían transcurrido ya veinticinco años desde aquel fatídico día en el que sus días de libertad acabaron.
Ahora tampoco vivían mal, su estatus era mucho mejor que el de muchos de los esclavos romanos, que tan siquiera tenían una casa donde vivir. Eran griegos, los esclavos más valorados por los romanos, ya que en su gran mayoría poseían una cultura incluso superior a muchos de ellos. Por lo cual eran destinados a labores de administración, contabilidad e incluso la educación de sus hijos.
Kassandra tenía la belleza propia de las mujeres atenienses, una larga cabellera negra que le caía por debajo de la cintura, unos profundos ojos negros que resaltaban su tez ligeramente morena, curtida por el sol del mediterráneo. Extrañamente, Kassandra tenía una estatura bastante mayor que su esposo Domiciano, un hombre menudo, no demasiado agraciado físicamente.
Ella dedicaba su tiempo en Grecia a la catalogación y conservación de los legajos y escritos en la biblioteca de Atenas, donde entabló una estrecha amistad con Aspasio, Celso y Dionisio, a través de los cuales pudo conocer la obra de Aristóteles, de la que era ferviente admiradora y estudiosa. El hecho de ser mujer no la impidió en ningún momento crearse sus propias ideas sobre la religión y los dioses, a los que consideraba una verdadera farsa, una invención del hombre para manipular el pensamiento de sus congéneres. Se podría decir que Kassandra era una atea convencida y activa, es decir que no solo no escondía su falta de fe...
Felicidades Juan
Saludos Insurgentes