Tras un año de malas cosechas llegó el duro invierno. Temeroso de revueltas, el emperador decidió celebrar una gesta en honor a su princesa. Vencería aquel que en la cima del monte Takao talase el sakaki milenario y lo entregara como ofrenda. El ganador nunca más pasaría calamidades.
Hachiro y Asa era un matrimonio anciano muy pobre, por ello decidieron adentrarse en los bosques del monte Takao. Asa no cesaba en su lamento.
—Es un árbol sagrado —le decía a su marido—. Jamás debería talarse.
Pero Hachiro no quería pasar penurias sus últimos años. Una noche cortó un árbol para hacer una hoguera. Antes de encenderla, Asa lo detuvo. En un hueco del tronco un ser diminuto los miró asustado. Era blanco y delgado y unas frágiles hojas brotaban de su cabeza. Asa se arrodilló al reconocer ante ella a un espíritu del bosque.
El kodama vio bondad en el corazón de los ancianos.
—Si impedís que talen el sakaki, os ayudaré.
El ascenso no fue tan arduo como imaginaron. Encontraron vecinos y se ayudaron.
—Si unos cazan, otros cocinan y otros remiendan zapatos, yo os protegeré del bosque. Cuando los humanos permanecéis unidos lográis cosas extraordinarias.
Muchos acompañaron a Hachiro y Asa. Alcanzaron la cima cuando otros se disponían a talar el sakaki. Corrieron hacia el árbol, interponiéndose entre afiladas hachas. Entonces, del sakaki surgió una hermosa doncella de cabellos negros y ojos brillantes. Miró a aquellos que querían talar su árbol y huyeron despavoridos. Al llegar frente al emperador contaron lo sucedido y la princesa lloró.
—Volvamos a casa y dejemos a los espíritus vivir en paz.
Desde aquel invierno, para aquellas buenas gentes las cosechas fueron abundantes. Se protegían los unos a los otros y se brindaban amistad. Y un kodama brincaba repartiendo alegría allá donde sus mágicos pies se posaban.