Las fuerzas le fallaron camino al estrado. Solo se salvó del suelo, y un daño mayor, gracias a los dos hombres que la escoltaban. No le quedaban apenas fuerzas. Quien se guiase por su aspecto no pensaría que se trataba de una malvada bruja capaz de ninguna de las atrocidades de las que la culpaban. Aun pálida y desnutrida, su aspecto febril no removió nada en el público que gritaba colérico, atemorizado por los cuentos de brujas.
Sacando fuerzas de donde no las tenía siguió caminando, los gritos que escuchaba cada noche sumados a la falta de alimentos habían hecho mella en la supuesta bruja. Pero lo que la rompió fueron los gritos y el miedo. El poder ser la siguiente en entrar en esa sala de la que nadie volvía ileso, eso si volvía.
Ella solo quería que todo acabase, las fuerzas habían abandonado su cuerpo, no tenía fuerzas para luchar contra la sociedad que encarnada en su ex prometido era la que la había llevado a esa sala. Y mucho menos contra el sistema que impondría una pena sin pruebas físicas.
Todo estaba en su contra. Pero había una esperanza, se lo prometieron. Si confesaba todo sería mas fácil, menos dolor, menos problemas, mucho más rápido. Incluso el perdón de Dios. No sabía que había hecho para llegar allí pero solo quería que acabase todo, que el dolor se esfumase. Bruscamente la sentaron frente al inquisidor que le preguntó:
– ¿Cómo se declara? –
– Culpable – respondió aterrorizada, con la voz seca y rota tras su estancia en los calabozos donde perdió la noción del tiempo y la cordura.
Solo una palabra bastó para romperla del todo. La horca. Pero ese día nunca llegó, la devolvieron a la celda donde murió, llorando por lo que pudo ser y nunca sería.