Ella lo era todo para mi hermano. Todo. Desde que tengo memoria la deseó y amó con todo su corazón. Y la habría seguido hasta el fin del mundo. Y yo, junto a él. Porque yo también la amaba. Siempre habíamos fantaseado con acariciarla, admirarla, abrazarla...
Aquella mañana, a 7.200 metros de altitud e incomunicados por radio, solo nos quedaba conocer el color del cohete lanzado desde el campamento base: azul, buen pronóstico; rojo, mala previsión. Fue rojo, aunque el parte meteorológico era bueno. Seguidamente nos encontramos con una disyuntiva; mi hermano le había prometido que iría con ella, que llegaríamos a la cumbre con los primeros rayos del amanecer y que le declararía su amor a los cuatro vientos.
Decidimos iniciar el ascenso asumiendo todas las consecuencias.
Aun estando tan cerca de rozar las estrellas, solo teníamos ojos para ella. En cada movimiento de mis pies con mis crampones bien ajustados y mis manos clavando mi piolet, yo alzaba la mirada y recordaba su falda, sus curvas. Cada parte de ella estaba dotada de majestuosa belleza.
«¡Lo hemos conseguido, hemos llegado a la cima!
Ahora es el turno del descenso.
El buen tiempo nos abandona. Las ráfagas de viento son muy fuertes. El cansancio nos abruma y la altitud y falta de oxígeno nubla nuestro raciocinio. Comienzan las alucinaciones.
Consigo evitar un alud, pero mi hermano no corre la misma suerte. Recuerdo nuestro pacto de no mirar atrás, de seguir adelante pese a que el destino nos dejara sin futuro. Juro que veo a Yuki-onna, el espíritu de la mujer de las nieves […] la oscuridad me engulle.»
Aquel día yo perdí seis dedos, pero mi hermano lo consiguió. Ella lo eligió. Conquistó a su gran amor y halló el eterno descanso junto a su amada. Ahora él le pertenece a ella, la preciada montaña Nanga Parbat.
La muerte y el amor siempre son principios universales que mueven las hazañas más impensables e ilógicas de las almas mundanas
Buen relato y mejor final.
Enhorabuena.
Saludos Insurgentes.