Aquel poema era mío, por supuesto, pero lo mejor de todo era sin duda que pensaran que no lo había escrito yo. Cuando el señor Salazar me sacó a la pizarra se puso a preguntarme qué significaban algunas de las palabras. Las que parecían difíciles de manejar para una niña de once años:
−A ver, Josefina, ¿qué es la elocuencia?
−Cuando uno habla muy bien, señor.
−¿Y melancolía?
−Eso es como la tristeza, señor.
−Muy bien, veamos, ¿y qué me dices de envidia?
Parpadeé perpleja.
−Pues envidia es envidia, ¿no?
Él pareció avergonzarse de sí mismo, como si le hubiera sorprendido hacerme esa pregunta.
−Sí, tienes razón.
Me pusieron buena nota, pero no incluyeron mi poema en la revista de fin de curso del colegio porque creían que algún adulto me había ayudado. Todo esto no hizo sino acrecentar mi orgullo: el poema era mío y de nadie más. Por si eso no fuera ya suficiente, recibí varios elogios de parte de mis padres, mi abuelo, dos tías y Salazar, al que había conseguido convencer después de someterme a su examen sorpresa de vocabulario. “¿Cómo ha podido escribir algo así siendo tan pequeña?”
Años más tarde, en el instituto, gané un concurso de escritura por San Valentín. Había que escribir una carta de amor y aunque mi amiga Isabel aprovechó la ocasión para declararse a un chiquillo de última fila que no se quitaba los cascos ni cuando le hablaban, yo sabía que la mía, aunque menos honesta en el contenido, ganaba en destreza y en técnica. La sinceridad está sobrevalorada cuando hablamos de literatura.
− ¿Te imaginas, Josefina? Si gano la pondrán en el tablón de la entrada y a lo mejor él se da cuenta.−Me decía.
Y yo respondía:
−Dudo mucho que se acerque al tablón a leer nada.
− ¡No me digas eso!
−Es la verdad.
Y la verdad es que como era de esperar mi carta se llevó el primer premio. Lo anunciaron en un acto cultural al que no asistí porque si iban a alabarme mejor que fuera de uno en uno, en privado, para que pudiera ver la sonrisa en sus caras. De este modo fue tal y como sucedió, pero esta vez, además, no solo fui idolatrada por parientes y profesores, también por alumnos. Algunos de ellos me pedían que ejerciera de Cyrano en sus relaciones: mandaba cartas, elaboraba mensajes cifrados y hasta escribía letras de canciones si eso era lo que querían. Mientras esta clase de amor duraba, yo creaba pensando en los demás.
A los veintiocho años decidí que ya se me estaba pasando el arroz y me aventuré a escribir una novela. Como muchos escritores me había rodeado de un círculo artístico que aportara cierto estímulo mental y crecimiento personal a mi carrera y entre los cuales, por cierto, se encontraba Isabel. No obstante, de entre todos ellos, solo dos o tres éramos realmente reseñables. Los demás constituían un gremio numeroso de autores mediocres, los cuales se caracterizan principalmente por el entusiasmo infantil, la falta de seriedad y una predisposición insana a parlotear de su afición constantemente. De todas formas les confiaba a ellos mis primeros manuscritos: “Es precioso, Josefina.” “Ojalá escribiera como tú.” “Me da envidia.” “¿Cómo haces para que tus personajes sean tan creíbles?” “Las editoriales van a pelearse por ti.” Por supuesto a mí las editoriales no me preocupaban, no mientras pudiera sentirme valorada y apreciada. No obstante, cuando estaba ya a punto de considerar casi perfecta a mi primogénita, Isabel me llamó con la voz entrecortada para darme una noticia: iba a publicar un libro de relatos que llevaba escribiendo desde hacía tiempo. Este hecho me pilló desprevenida. Intenté encontrar algo dentro de mí que se pareciera a la felicidad por un logro ajeno, pero todo lo que pude desenterrar fueron ira y celos. Para empezar lo que sentía más intensamente era frustración, porque me pareció que se estaba cometiendo una injusticia de lo más escandalosa. Isabel no llevaba tanto tiempo escribiendo, nunca había ganado nada y la gente de alrededor rara vez le reconocía el mérito. Solo había una explicación posible: las editoriales estaban desesperadas, se habían conformado con lo primero que pillaron y su manuscrito fue más rápido y probablemente peor puntuado. Veamos, Isabel, ¿qué significa elocuencia?
Decidí que no enviaría mi novela de momento. “Pero si es preciosa.” “¿Ya no te gusta?” “¿Qué ha pasado?” No, ya no me gustaba, la odiaba. Mientras mis amigos e incluso algunos familiares adulaban a la pobre Isabel yo esperaba a que su triste sueño se desvaneciera para poder sacar a la luz algo aun más asombroso. Dos años más tarde, a punto de publicar con una editorial de renombre una historia compleja y llena de giros argumentales, Isabel tuvo la desfachatez de mostrarse desconfiada con respecto al libro.
− ¿Tú estás segura de esto? No es muy de tu estilo.
−Mi estilo ha cambiado desde que nos conocemos.
−Sí, ya, pero es que parecen las cartas que escribías en el instituto para los de la clase.
− ¿Cómo va a ser igual?
−Me da la sensación de que te estás vendiendo.
− ¿Vendiendo? ¿Yo? Está claro que no tienes ni idea.
La eché de mi casa y pasé la noche en vela releyendo el manuscrito, buscando a qué se refería con eso de “vendiendo”. Oye, Isabel, ¿sabes acaso lo que significa melancolía?
A la mañana siguiente eliminé el archivo y le dije a la editorial que me retiraba del proyecto. “¿Qué ha pasado?” “Si esta era espectacular.” “Piensa bien lo que estás haciendo.” Pero yo ya lo había meditado perfectamente.
Isabel podrá decir lo que quiera, pero a ellos sí les gusta, a toda esta gente que me tiene envidia.
Suerte