Regresaba a su hogar, tras meses comerciando por el país, con el carro vacío y las alforjas llenas de riquezas. Sentado en el pescante junto a su siervo, las últimas horas parecían alargarse tras tanto tiempo sin su amada Sentinel.
En la fonda, donde tomaron el último hospedaje antes de llegar a casa, hubo noticias desconcertantes: un ejército del país vecino había sitiado la ciudad. El miedo por el destino de Sentinel atenazó su lucidez hasta que Darius habló:
—¿Y ahora qué hacemos, mi señor?
Solo se le ocurrió un plan descabellado: utilizar la gruta secreta que desde el mar conectaría con el castillo. Hasta ese momento siempre calificó la historia como una leyenda, pero ahora necesitaba creérsela.
Al día siguiente al caer la noche accedió nadando a las anegadas oquedades de la montaña. El unte de grasa de caballo mitigó parte de la sensación de frío, pero la fuerza de las olas amenazaba con lanzarlo contra las rocas. Eso no pasó aunque la desesperación aumentaba tras cada intento en vano. Aparecieron dudas sobre la veracidad de la historia.
A punto de recorrer la mitad de la montaña un atisbo de cordura le sugirió continuar a la noche siguiente, desde el otro extremo.
Después de alcanzar tierra, se vistió y anduvo kilómetros hasta el lugar donde le esperaba Darius con caballos, lejos de las tropas enemigas.
Amanecía y la bruma difuminaba los contornos del bosque. Quizás por ello al acercarse le sorprendió una presencia fantasmagórica junto a los equinos. El chasquido de hojas bajo sus pies alertó a ese ser que fue corriendo hacia su encuentro. El recelo se desvaneció al reconocer a Sentinel.
Después de sellarse a besos explicó que no quedó sitiada porque días antes de su llegada había ido a comprarse un vestido.
—¿Y cómo es ese vestido, mujer?
—De tul blanco..., para quien me quiera desposar.