Abril mira con esperanza su horquilla de avellano; aquellos dos palitos inseparables que había heredado de su madre, y ella a la vez, de la suya. Esa horquilla debió tener un color casi blanco cuando la fabricaron, cuando la eligieron de entre otras ramas y de entre otros árboles para ser el instrumento que les ha salvado la vida más de una vez. Hoy parece increíble que hubiese árboles dónde escoger.
Le encanta ponerse las gafas de realidad virtual y sumergirse en aquellos bosques repletos de especies, con troncos de rugosidades diferentes y múltiples verdes. Le gusta mucho el rumor del viento en las hojas, el sonido cantarín del agua. Sabe que existieron, pero para ella es solo una fantasía, un sueño.
Abril es zahorí porque tenía que serlo, ya le pusieron el nombre a propósito. Viene de una estirpe de zahorís, una de las responsabilidades más grandes en la comunidad. No se puede aprender la sensibilidad para encontrar agua, se viene con ella. Ella la traía de serie, en los genes. Pero las fuentes subterráneas escasean y las que encuentra se agotan enseguida. Hay que caminar cada vez más distancia para encontrar el preciado elemento y Abril se siente muy cansada. Siente que no está cumpliendo con lo que le encargaron sus ancestros, que no está a la altura.
Acaricia la horquilla y toma tres respiraciones profundas. Cierra los ojos y visualiza el agua, la vibración que siente en los brazos cuando la horquilla empieza su baile alegre, promesa de la vida. ¡El agua, el agua es vida y escasea tanto!
Hace ya años que es imposible vivir en la superficie. Los edificios altos se abandonaron, no se podía habitar en ellos; demasiado expuestos a las grandes tormentas de arena y sol. Se vive debajo, enterrados, subterráneos. Abril tiene que salir porque los pasadizos no llegan a todos lados, todavía no hay suficientes infraestructuras. Se cubre con la gasa aislante ya que el sol quema en cuanto asomas. Gafas oscuras y muy pegadas, un sombrero de ala grande, para dar algo de sombra y mascara para poder filtrar el aire seco y caliente, tanto que abrasa la garganta.
La están esperando en la boca de salida. Le conectan el detector por si hay que salir a buscarla y le desean buena suerte. Cada vez le cuesta más, cada vez es más peligroso, pero lo tiene que hacer o morirán. Ya casi no hay reservas de agua en la colonia. Han intentado de muchas maneras conseguirla, crearla, destilarla, pero no funciona nada. Solo con el método tradicional consiguen detectar algún acuífero.
Se despide y sale a aquel desierto lleno de ruinas. Todavía no saca la horquilla porque sabe que allí no hay agua. Deja atrás un cartel que pone Pedrezuela, Camino Canal de Isabel II. Camina por el suelo cuarteado y sus pies levantan polvo a cada paso. Sortea alguna de las barcas allí varadas y sigue rumbo al norte con miedo, pero con esperanza.
Bien narrado compañera!
Saludos Insurgentes