Las cuatro habían sido condenadas a morir quemadas en la hoguera al día siguiente. El juicio fue una pantomima. Todo el pueblo sabía que eran amigas, que se reunían para tejer y para hacer conservas. Pero gente envidiosa hay en todas partes y la vecina de Amy las denunció porque jamás la invitaron a sus reuniones, se oían las risas desde su casa y deliciosos aromas a confituras llegaban sin que le regalaran ni un frasco. Mary era, además, la mujer del alcaide, así que se reunió con dos amigas que la seguirían a la muerte y las denunciaron.
Amy, Esther, Marian y Beth sabían que las doce de la noche era la mejor hora para escapar. Una cosa era que las hubieran acusado de brujería y otra muy distinta que las hubieran pillado haciéndola. Si, eran brujas, pero no lo habían podido demostrar, sus aquelarres los hacían muy lejos del pueblo, a dos días a caballo, era imposible que las hubieran visto.
Esther sacó un poco de polvo del bolsillo y, susurrando unas palabras en latín, lo sopló sobre el guardián que debía custodiarlas hasta la mañana de la ejecución, no tardó en caer en un sueño profundo.
Amy agitó la mano y el juego de llaves que había colgado tras el guardia fue volando a sus manos. Abrieron la celda y salieron lo más sigilosamente que pudieron. Beth pronunció un conjuro y las cuatro se volvieron invisibles a los humanos, se dirigieron cada una a su casa a por lo imprescindible y se reunieron en casa de Amy. Tenían que dejar el pueblo ya, pero las arpías que las habían denunciado no podrían quedar impunes, se reunieron en círculo y Amy habló, las denunciantes y el juez fueron transformados en ranas.
Las brujas marcharon riendo en sus escobas.