Si alguien hubiese pasado cerca de su casa aquella noche, habría alcanzado a escuchar una melodía nostálgica, con la que incluso el propio piano que la entonaba, parecía llorar desconsoladamente. Tal vez, ese misterioso alguien se habría sentado en la acera a escucharla, con la mirada perdida en las estrellas, o quizás con los ojos cerrados y los recuerdos volando por los recovecos de su mente. Pero la calle estaba desierta, y tan solo la luna pareció ser testigo de lo que sus rayos de luz bañaban a través de la ventana del salón.
Las últimas notas sonaron, dispersas, lentas, propias de alguien que se ha cansado de tocar, y Elisa se levantó de la banqueta, apoyando sus pies en el suelo, que helado, los congeló. Recorrió con mirada perdida la casa, mientras no la perseguían más que las sombras de la soledad, de una oscuridad que la envolvía hasta casi asfixiarla. Sus ojos se posaron sobre el sillón que solía ocupar su marido, decorado aún por el periódico de la mañana que partió, y estos se llenaron de lágrimas rebeldes que secó con rabia. Así, con miles de pensamientos rondando su mente, volvió a su cuarto, se dejó caer en su cama y poco a poco el agotamiento hizo que sus ojos se cerrasen.
A la mañana siguiente, Elisa se despertó con el sonido de la puerta abriéndose, acompañada de una voz grave.
Y es que si nuestro presupuesto caminante nocturno no solo hubiese cerrado los ojos para disfrutar de la música, sino que además, hubiese intentado escuchar con atención lo que aquellas notas decían, se habría percatado de que la tristeza de la melodía hablaba de un pasado turbulento, de un futuro incierto y de un presente que precede a una tormenta tan letal como las anteriores. Los rayos de luna en cambio, sí que vieron, vieron como ella se dejaba arropar por la oscuridad, como disfrutaba el silencio, la soledad. Tal vez por temor a la única compañía que conocía.
- He vuelto – Proclamó él.
Ella tembló.
Saludos.
Saludos Insurgentes