Cuando las montañas eran jóvenes y crujían estirándose hacia el cielo, cuando aún la luna brillaba plena todas las noches, los arahuences cruzaron el río Reipún–ko hacia el sur, conquistando las tierras bajas, desde las costas del Lafken hasta el pie de la cordillera. Eran un pueblo de hombres guerreros que amaban la paz y mujeres artesanas que danzaban a la luna. Aquella luna que aún brillaba entera todas las noches y que las llamaba hijas. En aquel tiempo nacieron un niño mestizo y una princesa.
El rostro de Nehuén replicaba los rasgos arahuences de su padre, pero su cabello cobrizo delataba el mestizaje. Sabiendo que no le permitirían ser guerrero, su padre lo inició en el arte de las hierbas medicinales desde muy pequeño.
Aiwë, la primera hija del cacique, era una promesa de paz: sería desposada por un guerrero victorioso o por un cacique vecino. La joven pasaba los días trenzando juncos y labrando la tierra, y por las noches contaba historias o danzaba con sus amigas.
Una noche despejada de verano, a orillas del Reipún–ko, la luna brillaba en todo su esplendor y hacía destellar el río. Aiwë tarareaba, con su cabello destrenzado, un pie hamacándose y rozando el agua, mientras trenzaba fibras de juncos. Muy cerca, Nehuén buscaba esas flores que abren a medianoche y curan el insomnio. Cuando se encontraron, él juró que la luna la miraba, creyó revivir un sueño de antaño, una leyenda, un espejismo del bosque. Se acercó hipnotizado y preguntó:
—¿Qué trenzas Aiwë?
—Sueños.—y la voz se desprendió del canto sin sorpresa, como en mitad de una conversación.
—Luz de luna y la canción del viajero, serán sueños con alas.
Aiwë sonrió y Nehuén sintió que el suelo se alejaba.
—¿Qué buscas en la noche, hombre medicina?
Nehuén miró sus manos arañadas por las espinas, con aroma a flores y rocío.
—Flores, mi padre solía decir que en las flores nocturnas está la cura para la sinrazón, quizás mi búsqueda se parezca a trenzar sueños.
Así conversaron los jóvenes, una noche sí y otra también. Al principio, con distancia entre los cuerpos y eligiendo las palabras. Luego, con menos reparos, compartiendo sus saberes. Nehuén aprendió a tejer juncos y confeccionó un cesto para llevar sus hierbas, Aiwë volvió a casa con flores que sabía usar en ungüentos curativos. Y así, ante los ojos de la luna, se acortó la distancia entre sus manos y sus corazones, hasta que desapareció.
Küdekewün, un joven guerrero embravecido tras una victoria, siguió una noche a Aiwë para reclamar su promesa de paz. Escondido entre los árboles, para que la luz de la luna no delatara su sombra, la espió mientras reía con sus amigas. Por fin, Aiwë quedó sola, el guerrero agazapado la observó desarmar sus trenzas y estuvo a punto de saltar como una fiera pero escuchó llegar otros pasos despreocupados. La luna sonrió, iluminando con intención el encuentro. Küdekewün se encendió de furia, aún en su escondite la luna lo notó. Intuyó el peligro y destelló un momento con todas sus fuerzas, logrando enceguecer al intruso y advertir a los amantes.
Nehuén y Aiwë corrieron tomados de la mano, pero sus pasos eran ruidosos y guiaban la sed del guerrero. La luna, que quería a Aiwë como a una hija y había sido testigo de su amor, quiso ayudarlos pero no supo dejar de iluminar la noche, dejándolos expuestos. Llamó al viento y a las nubes para que la ocultaran, pero fue en vano porque estaban muy lejos, al norte del Reipún–ko.
Küdekewün también llamó, cantó el lamento del traidor, que aúlla como el viento en un cuerno y se escucha de lejos. Pronto, sus compañeros llegaron con arcos y flechas. Küdekewün guió a los guerreros arahuences hasta alcanzar a Aiwë y a Nehuén. Los acorralaron al filo de un barranco donde el Reipún–ko da un gran salto antes de entregarse al mar.
—Traicionas tu deber al elegir al mestizo, traerás desgracia en lugar de paz al pueblo. —Küdekewün sentenció con desprecio y los guerreros aullaron.
Aiwë sujeto con fuerza la mano de Nahuén y se irguió orgullosa, desafiando en silencio la mirada de sus hermanos. Küdekewün volvió a cantar la única nota del lamento del traidor y los arcos se tensaron. La luna no pudo tolerarlo, y se giró para no ver. Por primera vez, desde el nacimiento del mundo, la luna no iluminó la tierra. La noche oscureció como en una tormenta, más que en una tormenta. Los hombres temblaron, los niños lloraron y las mujeres se abrazaron. Pero sobre todo, temblaron los guerreros al filo del barranco, miraron al cielo y soltaron la tensión de sus arcos. Todos menos uno. Una flecha silbó en la noche oscura y un grito desgarrador rompió el embrujo. Un suave sollozo llegó hasta el cielo:
—Sálvala, es tu hija.
La luna giró apenas para responder al llamado de Nehuén. En el pueblo, los hombres temblaron al verla por la mitad, y las mujeres sintieron su dolor. Al filo del barranco, los guerreros bajaron los arcos al ver a Aiwë herida de muerte en brazos de Nehuén. Sólo Küdekewün sonreía.
—Ni tus hierbas ni mi luz pueden salvarla. — La voz de la luna sonó clara para los amantes.
Aiwë sonrió por última vez. Nehuén la sostuvo con ternura, caminó algunos pasos y se dejó caer al salto del río. La luna se escondió otra vez.
Los arahuences prendieron hogueras, cantaron y danzaron cada noche llamando a la luna. Ella amaba ver a sus hijas bailar, así que de a poco reapareció, primero una uña, luego una mitad, hasta completarse. Los hombres festejaron, pero al día siguiente la luna volvió a achicarse de a poco, hasta ocultarse de nuevo. Desde entonces, las mujeres arahuences cantan la leyenda de la diosa de muchas caras, la luna llena que danza con sus hijas, la media luna que cuida a los amantes, la luna oculta que llora por Aiwë.
Me ha encantado!
Magnífico relato!
Saludos Insurgentes