La música seguía sonando a sus espaldas. Huyeron del ruido buscando un sitio donde poder hablar, donde poder despedirse. Se fueron detrás de la discoteca, vestigio de un viejo molino de agua que un día molió grano para la villa, buscando una zona más alta libre de las miradas de los que hacían botellón. Detrás se alzaba una pequeña colina cuyas lomas estaban retenidas con hormas de piedra en seco que formaban pequeñas terrazas donde un día crecieron olivos y ahora servían de aparcamiento improvisado. Siguieron subiendo hasta el punto más alto. Él le extendió la mano y ella no se la dio porque no la necesitaba. Siempre independiente. Siempre intentando parecer segura de sí misma.
—Este es mi lugar secreto—le dijo él.— Lo echaré mucho de menos cuando me marche.
Ella se sentó a su lado, en silencio, callada. Sus ojos brillaban y un nudo le apretaba la garganta. Él rodeo su cuerpo con su brazo y ella dejó caer su cabeza sobre su pecho. Ella quería llorar pero no podía. Él también quería hacerlo pero no debía.
Unas nubes enfadadas corrían alcanzando a la luna llena, jugando al cucu-gua, dejando ver su rostro y escondiéndolo de nuevo. Hacía calor, la tormenta veraniega de la tarde había humedecido el ambiente y dejando que las feromonas hicieran su trabajo. Él la tomó de la barbilla, levantando su cara, mirándola a los ojos con la sola intención de besarla. Ella le sonrió y retiró la mirada.
—Me encanta ver las luces de la ciudad. Parecen un desfile de luciérnagas. Un baile de luces en medio de la noche, en medio del silencio. Nunca había estado aquí antes.
Ella no pero él sí. Era su lugar mágico donde conseguía abstraerse de sus pensamientos. Era él típico guaperas que cambiaba de pueblo con cada curso, que no podía quedarse en el mismo sitio porque todavía estaba a merced de los destinos de su padre. Era ese cuerpo perfecto que parecía no tener sentimientos por miedo a perderlos después de trescientos sesenta y cinco días. Era ese ser sensible que no podía mostrarse al mundo para no crear lazos débiles, fáciles de romper.
El estaba confundido, ella estaba confundida. Su mejor amigo, su mejor amiga. El no estaba enamorado, o al menos eso creía. Ella estaba enamorada pero sabía que no debía hacerlo. Era tarde, demasiado tarde. Él le cogió la mano, se la acercó a su pecho donde el latido de su corazón era más rápido de lo normal.
—Espero que un día puedas perdonarme.
—No hay nada que perdonar. Tú tomaste una decisión, yo escuché y la acepto.
—No quiero hacerte daño, no puedo hacerte daño. Si tan solo…
—Eres mi mejor amigo y lo sabes. Me encanta estar contigo…
De nuevo el silencio.
«Y que me toques, y que me mires, y que me roces, y que me beses, y que… pero no me quieres. Estás enamorado de ella, lloras por ella, no duermes por ella, ríes por ella, te mueres por ella», pensaba mientras sus ojos se humedecías llenos de rabia, de una rabia contenida que no merecía aquella amistad tan rara, tan circunstancial que los había mantenido unidos solo unos meses.
El la seguía reteniendo entre sus brazos. Sus pensamientos estaban enmarañados. Su corazón le decía una cosa y su mente otra. Su boca le pedía un beso, pero ella era tan especial que tenía miedo. Era la primera vez que no quería romperle el corazón a alguien, era la primera vez que no quería enrollarse con alguien por miedo al después.
Era la primera vez que no quería saltarse la fina línea que separan el amor y la amistad porque la persona que había al otro lado era tan importante que tenía miedo a perderla.
Ella que, se había dejado abrazar ante la despedida inminente, no se dejó besar aunque lo estaba deseando. Aunque peligrase su amistad, aunque todo se derrumbase, lo hubiese hecho pero pudo más la razón que el deseo.
Era la primera vez que quería saltarse la fina línea que separan el amor y la amistad porque la persona que estaba al otro lado era tan importante que tenía miedo a perderla si no reaccionaba rápidamente.
Después de aquel largo silencio, donde no hubo palabras, solo pensamientos que dibujaban corazones en su cerebro, él se levantó y le tendió la mano. Al fin ella se la dio y entonces sin saber cómo unieron sus labios rompiendo aquella fina tela de araña que los había tenido atrapados durante aquel curso. Ella se echó hacia atrás en un intento desesperado de esquivarlo pero no pudo y volvió a tocar su boca, y jugó con su lengua en aquella boca que tantas veces deseó, y sus manos bajo aquella camiseta acariciaron la húmeda espalda de él, y empezó a sentir aquello que tantas veces le dio miedo. Y sentía. Y quería sentir.
El le acarició el cuello, le bajó despacio los tirantes del top, se acercó temeroso a sus inocentes pechos, acarició sus pezones con cuidado, con miedo a que se rompiera aquel momento.
Ella no dijo nada.
Continúo.
Por primera vez se sintió segura, segura de sí misma, se sintió femenina, se sintió deseada, se sintió mujer. No tenía miedo a nada. Le daba igual todo. Tal vez lo perdiera pero esa noche sería suyo. Se borraron sus miedos y la luna, con un guiño, volvió a ser su testigo.
Y él aceptó, aceptó que ella llenara su vacío. Aceptó que ella fuera su destino. Aceptó que aunque la distancia los separase él siempre volvería. Aceptó que el haber compartido secretos, carencias, risas, lágrimas, traiciones con ella era mucho más que aquel cuerpo de aquella rubia de ojos claros de la que creía estar enamorado.
Así, sentado con las piernas abiertas, en silencio, arropándola a ella, mirando los dos el amanecer de la mejor noche de sus vidas, se distanciaron.
Cada mes de julio, cuando la luna llena habla, ellos la miran oyendo su silencio.
Me ha encantado compañera, enhorabuena!!
Saludos Insurgentes
"Unas nubes enfadadas corrían alcanzando a la luna llena, jugando al cucu-gua, dejando ver su rostro y escondiéndolo de nuevo"