«La RAE define las musas como “Cada una de las nueve deidades que, según el mito, habitaban, presididas por Apolo, en el Parnaso o en el Helicón y protegían las ciencias y las artes liberales”».
Así eran las primeras líneas de mi próxima novela. Las únicas que tenía. Después de haber surcado entre tantas definiciones, sabía que ninguna capturaría la esencia de mi pensamiento. Hay quienes dicen que eran como las sirenas en las leyendas. Aquellas que con su canto seducían a los piratas que surcaban los mares para arrastrarlos hacia las profundidades más sombrías. Yo pensaba que eran diferentes. Que si existían, si habían existido, no buscaban arrastrar a escritores como yo a la oscuridad, sino susurrar inspiración tras escuchar su llamado.
Mi musa fue una mujer de una tez canela adornada de pecas, un pelo alborotado impregnado de rizos negros que danzaban como las olas en un mar embravecido y unos ojos de un verde intenso que me hipnotizaban sin tregua. Siempre había pensado que Ariadne era una reencarnación de esas musas mitológicas. Y era la mía porque había encontrado inspiración en ella. Había encontrado inspiración en algo que no me pertenecía. En alguien que no podía besar. Solo me quedaba imaginar. Y dolía. Dolía tanto que la tristeza conseguía dominar cada historia. Se infiltraba entre cada uno de mis dedos, tejiendo hilos de melancolía que envolvían la vida de mis personajes, dotándolos de pena.
Dice el escritor Fortunato Ruiz en su libro Presencias Invisibles que “la noche es señora del mundo y de la angustia. Siempre libra sus peleas a conciencia”. Cuanta razón tenía. Sabía que tenía que dejar las musas como quien deja una adicción. Que tenía que dejar a Ariadne, pero no podía.
Después de vestirme con unos pantalones de un cálido marrón y unas botas de tono oscuro, envolví mi figura con un abrigo negro que se fundía con el jersey del mismo color que llevaba puesto. Ajusté con cuidado la bandolera de cuero marrón sobre mi hombro y acomodé mis gafas, siempre propensas a resbalar. Al girarme para cerrar la puerta de casa pude ver que una bruma negra envolvía las calles. Apenas se podía distinguir más allá del débil fulgor de las farolas. Ni siquiera había mirado la hora que marcaba el reloj, solo quería caminar. Caminar para perderme, y quizás, solo quizás, encontrarme en algún rincón olvidado de mi propia existencia.
Llegué hasta el bosque del condado. Cualquier persona en su sano juicio no se habría aventurado allí. Cualquier persona en su sano juicio me habría tachado de loco en cuanto atravesé los primeros robles. Pero a mí siempre me faltó esa cordura.
Los troncos de los árboles se inclinaban, formando un arco redondeado que ocultaba un sendero secreto. Aunque la oscuridad envolvía el camino, conocía cada recodo con certeza. Quizás era la oscuridad la que me invitaba a adentrarme en los misterios del bosque, o tal vez era la suave luz de la luna que guiaba mis pasos. El caso es que al atravesar el túnel de árboles, me vi sumergido en una bruma dorada. Una bruma dorada de la que emergieron dos figuras etéreas, inconfundibles en su divina presencia. Erato y Melpómene.
Erato. De cabellos blancos ondulados que fluían hasta acariciar su cintura. Su corona de mirto y rosas realzaba su tez canela, como la de Ariadne. Vestía una túnica de un salmón resplandeciente, mientras sus ojos rosados evocaban dulzura. Erato, aquella que empezó a susurrar versos en mi oído que hicieron vibrar mi corazón. Sostenía en sus manos un lira dorada, adornada con piedras preciosas de color rojo.
Y luego estaba Melpómene. Su cabello blanco caía en suaves cascadas, liso y sedoso, ocultando sus cejas tras un flequillo recto. Llevaba una diadema con una piedra roja en el centro de la cual caían delicados hilos dorados, sosteniendo tres pequeñas piedras azules. Su mirada era felina. Penetrante. Su figura estaba envuelta en una túnica azul brillante y, en su mano, sostenía una máscara teatral dorada con facciones trágicas.
Fue el primer encuentro de una serie interminable, donde la pasión brotó desenfrenadamente. Pero me encontraba en un limbo incierto. Las historias se entrelazaban en un vaivén confuso. Los personajes parecían susurrar distintas verdades. Había días en los que los versos cobraban vida propia y los susurros de amor se deslizaban entre las líneas. Había otros, en los que me envolvía en un manto oscuro de tragedia y dolor, sumergiéndome en las profundidades de la existencia humana. Era un mar constante de agitación, luchando entre el éxtasis y la melancolía. Tenía el corazón dividido, se debatía entre dos polos opuestos. Sentía cómo se tejían hilos oscuros y trágicos. Sentía cómo era yo quien proporcionaba ese hilo. La confusión me arrastró a un abismo de desesperación. No. Podía. Más.
Cogí la máscara de Melpómene y la lira de Erato. Saqué una pluma de mi bolsillo trasero y me la clavé en el pecho. Noté como se entremezclaban mi sangre con la tinta negra y espesa. Antes de que la inconsciencia se apoderara de mí, procuré que cayera una gota de sangre en cada una de las posesiones de mis musas. Sabía que ellas se aferrarían a él y la tristeza de sus lágrimas se fusionarían en mi sangre, creando el sabor de la tragedia. El de la muerte.
A partir de esa noche, en la bruma negra y oscura, se podían diferenciar tres almas que se entrelazaban en una danza eterna. Un tributo a un amor que trascendió los límites del tiempo, la vida y la muerte.
Supe entonces que, en el momento en el que me había cruzado con la palabra «musa», estaba destinado a arrancar mi corazón a cambio de estas líneas. A cambio de una nueva definición de «musa». Aquella que seguida de dos puntos, decía:
«Musa: la maldición del escritor».
Maravilloso relato, muy descriptivo, con un gran sentido metafórico y lleno de incertidumbre.
Magnífica narración, compañera
Saludos Insurgentes
Un saludo.
Saludos