La máquina de escribir - Héctor Peña Manterola
Héctor Peña Manterola

«La máquina de escribir»

996 palabras
8 minutos
81 lecturas
Reto creativo «Escribir es invitar»
💔 Ponte en la piel de un escritor o escritora que tiene un bloqueo debido a un desengaño amoroso.

El recuerdo del poeta se había evaporado como el whisky de su mesita. Dos peces de hielo, que bien podrían haber sido él y su prometida, fueron los primeros en derretirse enfriando el licor. Aquella alegoría bien podría haber sido el amor que los unía, derritiendo su alma y enfriando su relación hasta lograr que se desvaneciese.

Llevaba varias noches sin dormir y había sustituido las pastillas recetadas por el médico por otras del barrio. Desde que era joven no había pasado por allí ya que se había ido a la capital a progresar. Drogas legales que no eran aptas para menores de edad y sustancias alucinógenas de todo tipo eran el verdadero mercado tal y como indicaban las zapatillas colgadas en los accesos de las calles, y él había estado limpio ya durante muchos años.

A su exilio le siguieron varios trabajos basura y un par de constantes vitales: la escritura que lo permitía evadirse al llegar a casa, y una mujer que siempre había confiado en él. Por desgracia, y haciendo caso omiso a aquella persona que era su madre, con apenas veinticuatro años encontró el calor que ofrecían los brazos abiertos de una libanesa. Sus profundos ojos negros y el cabello azabache camuflaban la verdadera naturaleza de sus intenciones, y una vez finalizados sus estudios, ella decidió mudarse con él.

Un día como cualquier otro, llegó el éxito. Talento llevaba tiempo tocando a su puerta y finalmente un editor decidió dar una oportunidad a aquel muchacho. La libanesa, experimentada cazadora de tesoros, había sabido leer el destino escrito en la frente del asturiano, y reordenando sus ideas, lo ató con un anillo que podría gobernarlo hasta el fin de los días. La novela fue un éxito rotundo; el terror, verdadero. La gente lo reconocía al salir a la calle y le pedían autógrafos. Él la llevaba a sitios caros y la permitió vivir una vida de lujo sin volver a trabajar. Las editoriales se lo rifaban y más de una fan, ardiente por sus textos, quiso encontrar abrigo bajo su camisa.

Había sido criado con valores cada día más olvidados, y en su inocencia, daba por hecho que la gente que lo rodeaba había vivido una infancia similar. Algunos errores pueden sentenciar las vidas más puras, y como el olor a miel que despierta a un enjambre de furiosas abejas, la mujer del oriente del Líbano supo camuflar su codicia como amor. Un beso por aquí, una foto por acá, un “no me cuidas nada” que empuñaba junto a un “a saber qué tienes tú por ahí”. Aquellas palabras le causaban dolor, más del que creía poder soportar, y él lo plasmó en sus novelas.

Contra menos ganas tenía de vivir, más rico era y más estudiadas estaban las oraciones de su pareja, dardos envenenados que buscaban clavarse en las membranas más vulnerables de su piel. Para ella era únicamente un juego, el mismo que había hecho en su infancia para sobrevivir. No lo había tenido fácil y aquel pringado podría darla todo lo que había soñado.

Al primer piso le siguió una mansión en su ciudad natal, junto al mar; y a ésta lo acompañaron todo tipo de vehículos y ostentación. El hombre era un ser humilde que prefería una hamburguesa en un restaurante de comida rápida antes que una pequeña ración de alta cocina, y hasta su naturaleza más primaria se había vuelto anulada bajo las garras de su mujer.

La boda fue todo un evento y él no sintió felicidad alguna. Lo hacía “porque tenía que hacerlo”, “porque es lo correcto”, “porque la quiero, ella siempre me ha apoyado”.  En el lavabo y tras disfrutar su propia barra libre, descubrió la alcoholizada verdad. Uno de los jóvenes camareros cuyos músculos estaban cubierto de tatuajes tomaba para sí a la mujer que llevaba el vestido de novia. Sus besos sonaron como un signo de interrogación, y la exclamación del cornudo marido interrumpió todo el falso cotarro que rodeaba a la ceremonia.

Uno tras uno descubrió la identidad de los amantes más recurridos por la libanesa. Supuso que era la punta del iceberg, solamente alcanzaba a conocer uno de cada diez mancebos que habían desnudado a su chica. El patrón era el mismo y tan diferente de él, un hombre flaco y poco deportista. Entre dolor y lágrimas, cerró la puerta de su casa a cambio de la mitad de su fortuna. El dinero le daba igual, pues las ventas se habían disparado tras descubrir la infidelidad. Solo quería recuperar todos los fragmentos de su corazón y unirlos de nuevo.

Los años pasaron ajenos a su desgracia y él estaba cada vez más solo, más viejo y más calvo. Su vieja máquina de escribir llevaba por nombre el de su amada, y el recuerdo de sus curvas no hacían más que deformarse día tras día. No se atrevía a tocar ninguna tecla no fuera a ser que la escuchase a ella gimiendo como cada vez que terminaba el primer borrador de una obra. Los falsos amigos se largaron al igual que la salud, y las rentas era lo único que le quedaba.

Casi veinte años después, una muchacha llamó a su puerta. Conocía bien aquella piel y aquellos ojos, pero parecía no haber sufrido efecto la maldición de los años sobre su piel. Incrédulo, la dejó pasar.

“Toma. Es para ti”, dijo ella sentándose en la silla de la cocina. Aquella muchacha era la hija de la que un día fue su mujer, una fémina concebida gracias a la ayuda de otro hombre. Su madre la había hablado de aquel viejo escritor al que había arruinado la vida a cambio de darla a ella una infancia mejor de la que había sufrido.

Tras quitar el papel de estampado de bajo gramaje, el varón descubrió una nueva máquina de escribir idéntica a la suya. A través del enigma de la sangre, la hija que nunca tuvo acababa de devolverle las ganas de vivir.

 

Héctor Peña Manterola
HÉCTOR PEÑA MANTEROLA (Cantabria, 1995) es un novelista español.Tras graduarse en Historia por…
Miembro desde hace 4 años.
7 historias publicadas.

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Victoria Nieto Barrios
05 sept, 18:09 h
Buen relato, pero un par de consejos:
- El "contra" no se debe usar para sustituir al "cuanto".
- Hay que revisar antes de enviar.
Héctor Peña Manterola
07 sept, 18:27 h
Genial, gracias por los consejos Victoria.
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