Dicen que, en la vida de un niño, los abuelitos tienen un espacio especial. Donde vivía Marga, a los dientes de león también se los conocía como «abuelitos». Aunque ella nunca supo por qué, siempre disfrutaba de los suaves bailes que estos ofrecían, al compás del viento vespertino, trazando caprichosos giros y escapando de la palma de su mano cuando ella se empeñaba en que no se marcharan. Marga sabía que no podía cogerlos, solo sostenernos, y que ellos se acabarían marchando definitivamente. Desde muy pequeña sus abuelos le decían que los dientes de león eran como las emociones más intensas, que intentas que permanezcan contigo, pero siempre se te acaban escapando. Siempre incidían en que no dejara de disfrutar de aquellas sensaciones.
Los abuelos de Marga regentaban la panadería del pueblo, a la que la pequeña acudía cada tarde al terminar la escuela. Un día llegó con un dibujo de un diente de león en la mano y con una emoción inusitada en su rostro.
—¡Abuelos —gritando emocionada—, en el cole nos han dicho que en Sudamérica los llaman panaderos!
Hoy recuerdo aquel instante de la mano de Marga, horas antes de intercambiarnos un «Sí, quiero», mientras ella, entre lágrimas, fija su mirada en la persiana de una tienda deportiva, aquella que un día fue la de la antigua panadería del pueblo. Muchos años después, en el pensamiento de Marga ya no hay resquicio para la duda: los abuelitos hoy están volando en el cielo.
Bien relatado.
Saludos Insurgentes
Gracias por evocar aquella escena.