Si ser mujer o ser curandera ya son signos de brujería, ser la séptima hija de una familia donde todas son mujeres te da todas las papeletas para serlo. Gritos y llantos, a la vez que vitoreos y júbilo inundaban la plaza.
“¡Bruja! ¡Es una bruja! ¡Todas son un maldito aquelarre! ¡Quemadlas!”
Justo hoy, en cuanto el reloj sonase, se pondría fin a la vida de la joven chica, que de manos atadas llevaban al centro de la tarima.
“Hoy, hermanos míos, estamos aquí reunidos para acabar esta vil bruja, causante de nuestras desgracias y malas cosechas. Pongamos fin a nuestros males y purifiquemos el pueblo en nombre de Nuestro Señor.”
El cuanto el reloj dio las 11:11, el hombre lanzó la antorcha a la hoguera a la que la joven se encontraba atada. Un grito de dolor casi inhumano brotó de su garganta, que en cuestión de segundos pasó a ser una tétrica risa. Con los ojos en llamas comenzó a recitar, a lo que se le unieron su familia y otras mujeres:
“Somos brisa, somos viento y somos aire. Somos hijas de la noche. Desde aquí invocamos el suspiro de Hécate que apague estas llamas; las lágrimas de nuestras compañeras que fueron quemadas; y el poder otorgado por la madre luna. Desde aquí os maldecimos a vosotros, simples mundanos, que jugáis a ser vuestro dios; y a este pueblo, que será reducido a cenizas. No nos olvidéis, porque cuando menos os lo esperéis, volveremos y acabaremos con vosotros, tal y como habéis hecho con nuestras hermanas. La furia de una mujer es inmensa, pero la de un aquelarre es capaz de quemar las puertas del infierno y dejar salir vuestras peores pesadillas.”
Las llamas cesaron y las brujas desaparecieron, dejando al pueblo sumido en oscuridad hasta su retorno.