La tortura de haber perdido la conciencia de la vida. Despertarse y no saber dónde, ni cómo has llegado hasta ahí. Lo jodido de bajarse de un tren en marcha de un salto. Lo que hay al otro lado de los sitios tan profundos de nuestro ser que es inimaginable vivir sin ellos, tan puros y bellos. Una llamada al fijo a las seis de la mañana. Un botón remendado que no es el mismo que los demás de la camisa, aunque se parece.
Así se siente la ausencia de lo que todavía se ignora cuando dos miradas se cruzan y se sonríen, si, con la mirada. Como un viejo amigo al que de pronto un día te cruzas por la calle caminando despacio, como abatido y de repente todo son risas recordando, pero justo lo contrario. Un sobre vacío guardado en un cajón soñando con una carta que aún no se ha escrito, ahora, en la inmediatez de internet.
El aire que no te roza cuando pasas un tiempo a la sombra y se va viciando con lo insignificante de la rutina. La hierba que brota entre el asfalto que se sabe condenada. Una mala jugada. Una broma macabra. Como cuando se te parte el alma al darte cuenta de que olvidaste lo que fuimos. La burla del niño que fuiste, cruel y despiadada. La otra mitad de alguien que vaga por los recuerdos de un pueblo deshabitado.
Sobornar al paraíso con perdones injustos a enfados tontos, dar paso a lo adecuado al abrir el candado. Una ruleta cargada con ideas escritas en paredes blancas. Una bala perdida entre los agujeros de la memoria es la ausencia de tus palabras y de tu mirada.