«Las brasas de la piel»

Maniatada entre aquellas astilladas maderas de poco trabajo, propias de un leñador me encontraba, pues leña se trataba y yo su epicentro. Esa plaza donde una vez se respiro paz ahora ensordececida por la rabia de las hordas, cuales con herramientas de arado y antorchas en mano, aclamaban que me convirtiera en cenizas. El pregonero, que un día cantaba las demandas y ofertas en aquel lugar, ahora justiciaba con sus palabras mi destino. 

Cada palabra que se decía en mi contra sentaba como un puñal en el corazón, pues mi inocencia era clara, pero una acusación de una persona de alta cuna lo hacía todo posible. Veía caras conocidas, amistades que una vez me sonreían, y mi propia familia que me amaba, todos demostrando con sus rostros decepción y horror. Pero no por mi muerte, si no por lo que supuestamente era.

Finalmente el pregonero se detuvo, y el verdugo empezó a encender aquellas maderas. Podía ver como las llamas escalaban lentamente aquellas maderas, ansiando mi frágil cuerpo con su sofocante calor. Intentaba gritar por piedad y mi inocencia, pero la rabia de las muchedumbres ensordecian mis clemencias. 

Iba a morir injustamente por algo que ni hice ni fui, podía notar aquellas brasas jugando en mi piel, mientras mis gritos se ahogaban en mi garganta. Notaba como iba a desfallecer y como mi carne se cocinaba. Mi vida se iba, y mi consciencia con ella. Cerré los ojos antes de caer en aquel deseado sueño donde no sentiría más dolor, y susurre: "Solo soy una de tantas..." 

Finalmente todo se volvió negro, ya no había dolor, ya no había nada, mi vida de miseria y miedo había acabado, de una manera precaria, pero había acabado. Solo esperaba que de tantas, yo fuera la última.