A todos nos llega el momento de resplandecer algún día. Yo lo hice con luz propia, aunque no de la manera que me hubiera gustado.
Llevábamos todo el partido remando a contracorriente, achicando balones del campo cual agua que se filtra por las grietas de una embarcación. Nos encontrábamos a punto de exhalar el último aliento cuando un compañero ensayó una meteórica conducción por la banda. Levanté la mano para pedir el centro. Durante los segundos que siguieron, no fui dueño de mis acciones. Mi cuerpo se elevó varios metros en un salto imposible, mis piernas dibujaron un escorzo acrobático digno de las mejores obras renacentistas y la fuerza que surgió de mi empeine logró perforar la red.
Ni siquiera tuve que mirar de reojo la portería para comprobar que a los míos les esperaba la gloria eterna. Me bastó el rugido del estadio. Caí fulminado sobre el costado izquierdo, pero el dolor no me eximió de cumplir mi promesa. Salté la valla publicitaria y me encaramé hasta la primera grada, donde mi padre me aguardaba con los brazos abiertos. Ambos nos fundimos en uno de los abrazos más emotivos de mi vida. "Esta va por ti, papá. Gracias por creer en mí".Descendí de vuelta al césped y el torrente de lágrimas que resbalaban por mis mejillas se interrumpió bruscamente, dando paso a una sorpresa mayúscula. A escasos metros de mí, el árbitro alzaba el brazo al cielo mientras me taladraba con la mirada. Entre sus dedos asomaba una tarjeta roja.
Según la nueva normativa, quedaba terminantemente prohibido que un jugador accediera a las gradas. Me enteré unos minutos después, cuando abandoné el estadio con una sonrisa bobalicona coronándome el rostro. Mi gesto de sentimentalismo había dejado al equipo con uno menos.
A veces hay que reprimir la cursilería.
Saludos
Enhorabuena Antonio!
Saludos Insurgentes