Por lo general, las personas no tenemos muy desarrollada la percepción espacial. Sabemos qué es lo que está primero en nuestro campo de visión y cuáles son los objetos que quedan al fondo; e, incluso, somos capaces de imaginar nuestra casa si, al salón, le metemos la terraza que nunca usamos.
‘Toda persona es un arquitecto en potencia’, decía uno de mis profesores.
Pero, cuando los números entran en faena, la cosa ya es harina de otro costal. Ese mismo profesor nos recomendaba que, cuando hablásemos con un cliente, no le diéramos medidas frías. Que la mayoría no comprenderían realmente -de verdad, de forma clara y cristalina- qué le queremos decir si le indicamos que una habitación mide veinte metros cuadrados o que la piscina del jardín tendrá una capacidad de cuatro mil litros.
‘Es más inteligente’, decía, ‘utilizar un hablar metafórico. En lugar de contarle que la Estatua de la Libertad mide noventa y tres metros, base incluida, indicadle que equivale a un edificio de treinta y una plantas. O que la parcela que ha comprado tiene una extensión de dos campos de fútbol, es decir, una hectárea’.
Hoy en día no ejerzo de arquitecto. Ya nadie lo hace. Todo se ha automatizado tanto con el auge de las impresoras 3D, capaces de concebir y levantar un edificio por sí solas, que he tenido que reconducir mi profesión a la de guía.
De Arquitectura, eso sí.
El grupo que me han asignado esta mañana y yo flotamos en una barcaza que avanza por una infinita masa de agua sólo atravesada por algunas antenas afiladas.
- A su derecha pueden ver el pináculo, de dos metros, que sobresale del Empire State Building. El resto del edificio, 378 metros, permanece sumergido. Para que se hagan una idea, dos veces y media la altura de la Pirámide de Keops.