Me miro desde el otro lado de la habitación sin percibir que lo que veo no es mi reflejo, sino mi personaje. Me siento sin dejar de observarme y cruzo las piernas, convirtiéndome en una mancha casi difusa al fondo de la estancia. Tengo el pelo más largo de lo normal, de un color dorado que no recuerdo haber llevado nunca y en mi cara relucen dos ojos grandes y una nariz repleta de pecas. Soy yo, por supuesto, pero no consigo encontrarme en la mirada que me lanzo desde la esquina. La sonrisa que se extiende por mi cara me hace estremecerme y busco apoyo en la pared que tengo a mi espalda, como si mi imagen fuese a saltar sobre mí en cualquier momento. Como si fuese a devorarme.
“Hola”, dice, y mi voz choca con las paredes de la habitación y llega a mis oídos, a modo de eco. No me respondo y me observo cambiar de postura a lo lejos, inclinándome hacia mí. El aire de repente es denso y me muevo incómoda en el sitio. Levanto mi mano derecha con cuidado, solo por terminar de comprobar que la otra “yo” al final de la habitación no es la imagen de un espejo. Que es real, que vive, que respira, que piensa más allá de que yo lo haga. Que Lea, aquella Lea a la que un día le di mi forma en unas páginas en blanco, ahora me mira con una sonrisa lobuna y antes de que me de cuenta entiendo que esa Lea ya no soy yo, que ahora es ella. Pero entonces es demasiado tarde.
El giro final es brutal.
Saludos Insurgentes