«Lección de abuela»

Una anciana moribuna saca fuerzas para sonreír a sus nietas, dispuestas en cada lado de la cama, tomando sus manos y conteniendo las lágrimas. Pide agua, que la bebe despacio, y toma aire para hablar:
—Quiero contaros una historia antes de...
—Abuela, debes descansar.
—Me voy a hartar de descansar. No me interrumpas cielo.
—Vale —dice avergonzada.
—De joven tuve un novio. Pensaba que era el amor de mi vida. Estaba convencida de casarme con él en cuanto me lo pidiera.
—¿Y no lo hizo?
—No le dio tiempo. Déjame que siga: todas las chicas trabajábamos en Textiles Guzmán. Entonces era un negocio floreciente, en parte por su mano de obra barata: jornadas de catorce horas y sueldo mísero —asevera. La tos la detiene y bebe más agua. Una vez repuesta sigue—. Así aguantamos muchos años hasta que nos hartamos y decidimos luchar para mejorar nuestras condiciones laborales.
—¿Qué tiene que ver eso con el abuelo?
—Espera, impaciente —se queja mientras aprovecha para respirar—. Organizamos una huelga: hicimos pancartas, nos pintamos la cara de camuflaje y llevamos cacerolas para hacer ruido.
—¡Pedazo de fiesta!
—Calla, tonta —le recrimina aunque con gesto divertido—. No fue ninguna tontería. Vinieron los temidos antidisturbios y mi novio era uno de ellos.
—¡Cómo mola!
—Lo cierto es que tenía muy mala leche y él no me apoyaba en esas cosas porque el plan que tenía conmigo era tenerme en casita y cuidar de los niños.
—¡Capullo!
—Ese pensamiento era el normal en esa época, no lo culpo. El caso es que ese día nos sacudieron aunque a mí nadie me tocó y supongo que no fue casualidad. Pero dio igual; me di cuenta que aunque lo amaba a rabiar mi trabajo era innegociable. Poco después, conocí a vuestro abuelo…
—El auténtico amor de tu vida.