París, 25 de octubre de 1793
—Vengo a ver a mi abuela, Marie Gouze—. Dijo Alina, mostrando una carta.
El guardia abrió la portezuela y la acompañó por un corredor.
—Eres muy joven, ¿no podía venir otro familiar?
La joven se encogió y fingió sentirse acongojada por la situación. Cuando llegaron a la celda de enfermería, el guardia abrió y cerró tras ella.
Dentro, Marie escribía en la improvisada mesa junto a la ventana. Se adivinaba el porte de una mujer instruida del París prerrevolucionario, aunque en su rostro pesaba el desgaste del encierro y la enfermedad. Eso la hacía ver mayor, y quizás por eso nadie cuestionó que pudiera tener una nieta madmoiselle.
—Marie— dijo Alina, con una mezcla de afecto y admiración.
—Alina, querida, ¿cómo has logrado pasar?
—Aún tiene amigos allá afuera.
—¿Querrán leer lo último que he escrito?—dijo extendiendo una hoja doblada.
—Estarán ansiosos.
Alina guardó el papel celosamente.
—Mi juicio es inminente, y la revolución no me permitirá un defensor— dijo Marie con tranquilidad.
Los ojos de la joven se empaparon, apenas pudo decir:
—Es tan injusto.
—Un día habrá justicia, y lo que nos pertenece nos será devuelto.
—A los ojos de los hombres, nuestras vidas nunca nos han pertenecido, Marie.
—Mas a los ojos de la naturaleza y la razón si. Luchemos porque se vea a través de ellos.
Ambas sabían que podía ser su último encuentro.
—Gracias Marie, tus palabras me inspiran, siempre lo harán, la declaración de los derechos de la mujer es…—su voz se quebró y se dejó envolver en un abrazo. No era necesario decir nada más.
El guardia abrió la puerta anunciando el final de la visita.
Días después, Alina lloraría todas las lágrimas retenidas, al escuchar que Marie caminó valiente y orgullosa a la guillotina.
Me ha encantado compañera, enhorabuena.
Saludos Insurgentes