La ciudad amanecía dividida entre los que lloraban por un amor perdido abrazados a una botella de vodka, los primeros runners que pisaban un asfalto aún inédito y aquellos que apuraban los últimos minutos de sueño, al lado de alguien con quien ya no compartían sueños.
Me senté a escribirle el correo a mi editora con la certeza que tiene aquel que está dispuesto a enviarlo todo al carajo. Abrí la ventana para tomar aire; necesitaba un compañero como él, ajeno a toda esta situación, acostumbrado a remover las conciencias en momentos complicados y a inspirar a poetas de rictus atormentado.
Con su primera bocanada pulsé para abrir el correo. Inspiré mientras esperaba a que se cargara la página, y para cuando había terminado mi primera expiración, ya tenía mi mirada clavada en el cuerpo del mensaje. Al teclear su e-mail comencé a sentir un incómodo sudor que se adueñaba de mis manos. Pero llegó el momento de escribir el asunto, y me invadió una sensación de tremenda liberación. De hecho, decidí que este apartado llevara por título precisamente esa palabra: «Liberación». Terminé con un cordial saludo bien custodiado por una coma y, justo abajo, escribí con firmeza mi nombre huérfano de punto.
Pulsé «enviar» con el índice de mi mano derecha mientras con la izquierda movía instintivamente la cucharita del café.
«Ahí te quedas, amiga; yo quiero ser feliz escribiendo. Me paso a la autoedición».
Buena narración.
Me ha encantado Rubén.
Saludos Insurgentes