El rostro de Jaime reflejaba inquietud e ilusión. Cerca de tres meses alejado de sus compañeros habían sido demasiados. De camino, volvimos a respirar los aromas de los que nos despedimos en junio: el perfume intenso de la quiosquera, el olor a pan recién hecho que se escapaba del horno, o el aroma a buena fritanga, que ya se cocinaba en el bar de Pepe. Antes de girar la esquina, con vergüenza y evitando que padres y compañeros lo vieran, Jaime me regaló un «te quiero» con la boca pequeña. Le adecenté el pelo, le coloqué bien el uniforme y lo atosigué con algún consejo de padre pesado.
Como gesto de cercanía, los profesores salían a recibir a los niños y a intercambiar algunas palabras con las familias. Al fondo, vi cómo una silueta descendía las escaleras y se dirigía hacia nosotros. Miré a Jaime y él apretó mi mano. De lejos me pareció una persona de estatura baja. Según se acercaba, agaché la cabeza —soy de los que se pone nervioso cuando tiene que conocer a alguien nuevo—. Decenas de niños seguían entrando y despidiéndose de sus padres, mientras mi hijo tomaba la iniciativa para saludar a su nuevo profesor. Alcé la vista; dejé de pestañear. El nuevo profesor de Jaime tenía la misma edad que mi hijo, no más de seis años, y ya se intuía algo de bigote entre su nariz y su labio superior, y alguna que otra cana. Pero su gesto era el de un niño que comenzaba la primaria. Sonó el timbre y entraron todos los alumnos a sus clases.
Me fui caminando, consciente de que no me había fallado la vista, y pensando que lo que más me inquietaba era que aquella mañana Jaime se hubiera comportado como si nada extraño sucediera.
Ésta descripción del párrafo me ha encantado Rubén.
De camino, volvimos a respirar los aromas de los que nos despedimos en junio:).
Muy descriptivo y bien narrado.
Enhorabuena.
Saludos Insurgentes
Buen relato, Rubén y bien descrito.