Junto a otras nueve personas, Anna se sumergió en el mar en el interior del submarino científico que los mecenas habían patrocinado. Debía decidir si era necesario iniciar una prospección subacuática.
—¿Puedes bajar sola?
—Si los piratas dejaron algo nadaré tan rápido como una sirena.
Cuando las aguas cubrieron las ciudades los piratas desvalijaron museos y monumentos. En aquella nueva vida lo que de verdad importaba era preservar el pasado.
El submarino tocó fondo. Anna miró por la ventana el majestuoso e imponente edificio con torres de piedra arenosa cubiertas de algas y corales. Los focos iluminaban el templo y parecía bendecido por un rayo divino. A Anna se le encogió el corazón.
El agua entró en su compartimento y se hundió en ella. Tocó las altas torres, las vidrieras de colores, las cúpulas… Buscaba el Jesucristo del baldaquino.
Pero nada más entrar en el edificio lo que parecía un pez se detuvo ante ella. Hocico puntiagudo, mirada simpática, sonrisa amigable; a su lado, una cría curiosa. Y más allá, muchos más. Habitaban todo el templo.
¡Delfines! ¡Eran delfines! Se creían extinguidos y allí estaban. Vivos. Felices. En familia. El delfín, juguetón, quiso explorarla, que le acariciara con las manos. Anna le complació y descubrió que junto al espiráculo había desarrollado branquias.
“Habéis querido alejaros de nosotros, dañinos humanos”.
Deseó convertirse en espuma de mar, como la sirenita de Andersen, y quedarse allí para siempre. Entonces, recordó su cometido: encontrar el baldaquino. Allí estaba el heptágono metálico de racimos de uva con el Cristo en cruz y delfines jugueteando a su alrededor. Si llegaban los humanos, ellos tendrían que marcharse. ¿Y no era aquella la más sagrada de las familias?
Regresó con pena, sabiendo que no volvería a ver delfines pero tampoco el templo que Gaudí jamás vio terminado.
—Vámonos —les dijo a sus compañeros—. Aquí no queda nada para nosotros.