Me apuro hasta donde me espera Seba con los pequeños. Tadeo, con dos años y medio, aún no se entera de que va esto. Irene, con cinco, tiene más marchas que años, como dice su cartel en letras violetas. Ella también quería un cartel.
Llegamos a la avenida y nos abraza la marea violeta. Los primeros cien metros son los más difíciles, un nudo me enmudece la garganta y las lágrimas se agolpan en mis ojos. Respiro hondo y lento, y sostengo con suavidad la manita de Irene.
—Mami, ¿Tadeo tiene los mismos derechos que yo?
Otra vez la pregunta, sigo buscando la respuesta más sencilla.
—Si, pero no están respetando los derechos de las mujeres, por eso marchamos.
—Si. Y también por las que se llevaron.
Me estremece hasta los huesos esta niña. Nadie tan pequeño debería escuchar que a las mujeres nos violan, nos matan, nos desaparecen, nos venden, por ser mujeres. Entonces, suavizo los cantos y le prometo que vamos a cambiar el mundo.
Hacia el final del recorrido, está cansada y tenemos que cargarla un poco. Decidimos volver a casa cuando algo la espabila. Varios metros adelante, estallan aplausos y gritos tras una proclama, y se encienden algunas hogueras.
—Mami, ¿Por qué prenden fuego?
—Para que nos vean.
—¿Y por qué gritan?
—Para que nos oigan.
Muy seria, asiente con la cabeza y vuelve a acurrucarse en mi hombro. Se me escapan las lágrimas contenidas, hacia mis adentros le prometo «lo vamos a tirar».
Saludos,
Carol.
¡MAGISTRAL!
Saludos Insurgentes