Escribí textos desde bien pequeño, sobre amor cuando aún no me imaginaba lo que suponía, sobre tragedia cuando no intuía cuál podía llegar a ser su sabor. Lo hacía de noche y de día; no importaba la intensidad de la luz cuando la mente estaba sana. Décadas después escribí textos sobre el suicidio, y esos jamás los podré enseñar. Prefiero que se rían de mi prosa adolescente a que se compadezcan de un avanzado treintañero que sigue sin encontrar su camino. La noche siempre tuvo algo especial, por eso hubo épocas en las que me acostaba cuando amanecía, sin sustancias, simplemente creyéndome más libre que por el día. Del dolor salieron mis mejores textos. O, al menos, los que yo considero más auténticos. Me frustré cuando no quedaba entre los finalistas en un concurso, y cuando lo conseguía, sentía una presión asfixiante por si no daba el nivel en el siguiente. Tenía la sensación de que era lo único para lo que servía.
Di golpes en la cama cuando no quería que amaneciera. Escribí sin ilusión y eso me sirvió para depurar mi técnica; las emociones no se desbordaban en demasía, pues el contenido no arrasaba ya con el continente. Me aparté de personas para no quedar con ellos de día; la noche era mi espacio, el cuento de hadas para una ansiedad que acampaba a sus anchas y se frotaba las manos al topar con un alma tan desgastada. ¿Pero cómo podía volver a valorarme a mí mismo? Parecía imposible. Si me acostaba temprano, mi libreta estaría medio vacía; robarle horas a la noche suponía pegarle un mordisco a mi prosa, y no me lo podía permitir.
Hoy la historia romántica con la noche no tiene lugar bajo un manto de estrellas; vivió muchos años entre nubes de algodón y puñales, entre un BIC y un Word, y entre un ángel y un demonio que se intercambiaban discursos sin yo tener muy claro quién era quién. Fue difícil aprender a escribir de día. La ilusión no es la misma que hace diez años, ni que veinte, ni mucho menos que treinta, cuando no era más que un niño de primaria garabateando cuentos con una gramática cogida con pinzas, pero lo que sí mantengo es esa estúpida obsesión que me impulsa a seguir inventando historias. Quizá esa loca huidiza a la que llaman creatividad me atrapó para no marcharse nunca, aunque muchas veces le haya pedido que se vaya. Siempre lo he hecho de noche, como en todas las historias románticas.
Relato de gran originalidad, de un amor diferente, ese amor que todo escritor siente, o ha sentido.
Saludos Insurgentes
Un saludo.