«Maldigo tu nombre»

No hay manera. 
Trato de dirigir mis dedos a las teclas oscuras y suaves. Primero a la "e", después a la "r", la "a", la "s", de nuevo la "e".
Una palabra, es un avance, y sonrío satisfecha. Entonces compruebo el comienzo de la historia en el papel despejado color hueso, y de nuevo tu nombre.
Es un embrujo, un hechizo.
Allá donde quiero crear un mundo vienes tú a acabar con todo. No hay érase una vez que valga porque siempre eres tú.
Abandono la máquina y sujeto el lápiz con fuerza. Soy más terca que tu recuerdo, soy más grande que tu adiós, y aprieto el carboncillo con tanta convicción que rasgo el folio y lo atravieso.
Ahora somos dos los heridos.
Tu nombre de nuevo, en lo oscuro del corazón, en lo escondido de mis recuerdos, en el hilo de mis ropas, en el sollozo que borbotea como una fuente en mi garganta.
Maldigo tu nombre, que no me deja pensar, que no me deja respirar, que me pesa en el pecho y en el estómago y que llena la casa y el mundo de fuera y lo vuelve todo frío y terrible.
Si querías marcharte, ¿por qué no te llevaste tu nombre? ¿Por qué me persigue, y me acosa, y me desvela sin darme descanso?
Maldigo tu nombre, que me robó las palabras, los cuentos, los finales felices.
Tal vez te hubiera perdonado el dolor, el desengaño y la tristeza, pero jamás te perdonaré haberme robado el refugio de los libros, la capacidad de soñar con detalle sobre vidas que ni siquiera existen para escaparme cuando la realidad me atraviesa como un cuchillo oxidado.
Maldigo tu nombre porque ya no puedo escribir otra cosa. Y escribir era lo único que me salvaba de mí misma.
Tu nombre es un demonio, un veneno. Y así acaba el cuento: con los dedos mudos, mudos los lápices y los libros, las cuartillas amontonadas en los rincones de mi casa, muda también ahora. Mudos todos, de voz, de vida y de pensamientos, para no mentarte a ti, que estás maldito.