«Manos cuarteadas»

A primera hora de la mañana, junto a un alcornoque, un hombre aguarda en un banco con aire ausente, nublado como el cielo, mientras gente con ropa deportiva corre, entre jadeos, a lo largo del amplio parque.
Por detrás, el rumor de unos pasos va cobrando protagonismo.

—¿Qué hay? —dice sin girar el cuello.
—Hola, Billy.

El visitante saca dos cigarros, los enciende y retoma la conversación:

—Mi jefe está apretando para que avance la investigación.
—Nada nuevo en Maderoland.
—Te he sacado de muchos problemas. Es momento de cobrármelos.
—Es curioso. Creía que era al revés.
—No me toques los huevos. No te has comido dos causas por tráfico de drogas gracias a mí.
—Bueno, ¿qué quieres de este menda?
—Fecha y lugar de la próxima gran entrega. Sabemos que a Vigo van a llegar cinco mil kilos de coca procedentes de Barranquilla.
—Pides mucho. No será gratis.
—¿Qué quieres?
—Esta vez, material, no. Solo necesito información. Dime todo sobre el subinspector Puime.
—Ni hablar. No puedo darte eso.
—Vamos, Rafa. Siempre echas pestes de él.

El policía se queda en silencio con sus pensamientos, que se suceden a ritmo de calada. Tiene razón el confidente sobre su antipatía hacia Puime. Lo que desconoce es que, además de ser un firme competidor para el puesto de inspector cuando el actual se jubile, le birló la novia del instituto.
—¿Por qué quieres joderle?
—Por su culpa mi chiquillo cayó preso —dice perdiendo el tono neutro—. Y la semana pasada apareció ahorcado en su celda —termina con voz lastimosa.
—Lo siento mucho —responde fingiendo pesar—. Aunque siempre estaba metido en líos.
—En ese no. Buscaron un chivo expiatorio y le han hecho callar la boca.

Se hace silencio. Rafa se toca las manos cuarteadas por el frío que golpea su ánimo de tanto trabajo a pie de calle, siempre con la amenaza de un tiro por la espalda, traga saliva y decide:

—De acuerdo.