«Memorias de un emperador»

Oigo sus pasos. Ya vienen a por mi. Quieren matarme. Matar al emperador. Matar a un hombre que lo ha sacrificado todo para el bien de esta ciudad. Yo, hijo de Germánico, sobrino de Claudio, sucesor del emperador Tiberio. Yo, que siempre he amado y defendido Roma, desde mi infancia, cuando estuve en la primera línea de la defensa militar en las campañas de Germania y de Siria. Cuando me nombraron único imperator, entré en Roma aclamado como una estrella por una gran multitud. En mis cuatro años de reinado indulté a los traidores de Tiberio, abolí impuestos abusivos, reanudé las elecciones democráticas y organicé los espectáculos más lujosos que se hayan visto nunca en esta ciudad. Por estos logros como político, la gente me rindió culto como un dios. Eso es lo que he sido para Roma. Un dios. He peleado hasta con Júpiter para defenderla. He amado a mis hermanas y a mi caballo, más que cualquier otra cosa y por eso me tacharon de incestuoso y de enfermo mental. Liberé de la esclavitud mental a las mujeres que no eran felices con sus maridos, brindándole mi amor incondicional. Me acusaron de asesinar por diversión, pero solo mandé a matar a los enemigos de Roma, los que conspiraban en mi contra, los traidores del imperio. Siempre me he preocupado por los familiares de las víctimas, recibiéndolos en mi propia casa y ayudándoles a sobrevivir al duelo. Ahora parece que todo esto no le importa a nadie. Ahora no hay nadie dispuesto a defenderme. Los infames de la Guardia Pretoriana vienen a matarme. Probablemente lo conseguirán. Sin embargo, a mis veintiocho años, puedo decir que el pueblo no olvidará jamás mi nombre. La historia hablará sobre mí para la eternidad. La historia no olvidará quién era el gran Calígula.