Ahí estaba yo.
En aquella cima tan maravillosa jamás explorada por ningún ser humano antes.
Como la encontré, es difícil de describir. La cuestión en sí era el mensaje que “ELLOS” querían transmitirme.
Se les oía de lejos.
Se les oía acercarse.
Cada paso agigantado que daban, abría el nublado cielo un poco más.
Los dioses querían hablarme, ¿y por qué?
Si yo no he sido más que una persona sencilla toda la vida. No creo en divinidades ni cielos eternos. Soy una incrédula total, atea, agnóstica… No diviso que me querían transmitir y con que fin, si, tampoco nadie me iba a creer.
Pero ahí estoy. Esperando a que el cielo se disipe y ver la luz divina que se acercaba lentamente hacia mí. Eran como miles de bombillas de un blanco polar que te penetraba en las pupilas y te obligaba a tener los ojos más abiertos todavía…
A penas entendía lo que me estaban diciendo. Estaba demasiado pendiente de esa luz celestial que me tenía cautivada.
Los ecos de las palabras, fueron recobrando parte de sentido.
¡Hablaban mi idioma, qué detallazo!
-¡Ei!, ¿estás bien?
Me preguntó una de las voces femeninas más dulces que había escuchado en toda mi vida.
Seguía solamente viendo esa luz espectral que no me permitía mover la cabeza hacia ningún lado para apartar la mirada.
-Supongo- contesté con incertidumbre…
Quería moverme, pero no era capaz. Una fuerza invisible me tenía atrapada. Me empecé a agobiar.
-¡Tranquila, no te muevas!- me advirtió otra voz. Esta vez, masculina, potente, penetrante-podrías lastimarte.
¿Lastimarme con qué?
Si solamente estaba en una cima recubierta de hierba.
La luz cegadora de repente empezó a alejarse. Cuando las pupilas se acostumbraron a la normalidad, me di cuenta que estaba en la sala de un hospital; había sufrido un accidente en moto.