Su mano temblorosa recupera su fuerza y firmeza cuando mi abuela sirve el café de la manida cafetera, que parece llevar en su casa tanto como los propios cimientos.
— Lleva tú la bandeja a la mesa niña — me dijo — que no quiero tirar el café de las tazas.
Bajo las faldas de la mesa camilla, con brasero eléctrico desde hace ya varios años, mi abuela se sienta en su silla de mimbre y yo me siento en el sofá.
— Esta mesa es de tu bisabuela. Dios mío, ¡si pudiera hablar!
»Justo esa marca en las faldas, a la altura de tus rodillas, la hizo Macarena, la hija de la vecina. Macarena y tu madre estaban siempre juntas en casa. Desde que me quedé viuda necesitaba mucha ayuda, y la madre de Macarena estaba siempre de un trabajo en otro, así que entre las dos nos turnábamos para cuidar de las niñas, siempre en este pequeño salón.
»Recuerdo cuando el padre de Macarena vino echo una furia, borracho como siempre. Escondimos a las niñas en el cuarto de baño y fue una suerte que otras dos vecinas escucharan el jaleo y viniesen a ayudarnos. Entre las cuatro conseguimos echarle, con el rabo entre las piernas, como el perro que era. Abandonó a su mujer y a su hija después de ese día, pero fue lo mejor que les ha pasado.
»Desde entonces nos hemos juntado todas las semanas bajo estas mismas faldas. Siempre ayudándonos y escuchándonos, hemos celebrado y llorado juntas. Nuestras hijas y nietas han crecido y muchas de nosotras se han ido ya. Pero siempre que me siento en esta mesa, recuerdo todo lo que hemos pasado juntas.
Me ha encantado.
Saludos Insurgentes