Cuando salgo de la despensa de la tienda con un racimo de hojas de lúpulo para acabar con el insomnio de una de mis hermanas del aquelarre, me encuentro con dos guardias reales. Dos cazadores de brujas.
Sin tiempo que perder, alzo un escudo protector que consiga retenerles el tiempo suficiente para volver a la despensa y mientras trazo un círculo perfecto con sales, me coloco en el medio susurrando una y otra vez las palabras que avisan a mi aquelarre del futuro que me aguarda, agotando así mi energía mística.
Al instante, el espectro de todas ellas me rodea, y no hace falta ninguna explicación para que sepan lo que sucede. El hechizo que acabo de formular sólo se lleva a cabo cuando una de nosotras está en peligro.
De repente, de una patada, uno de los cazadores de brujas echa abajo la puerta de la despensa y tira de mi túnica hacia el exterior de la tienda donde trabajo, haciendo que escamas de dragón, hojas de mandrágora y decenas de objetos caigan al suelo, destrozando por completo el hogar que con tanto esmero construí.
Arrastrada por los cazadores y sin la fuerza necesaria como para llevar a cabo un hechizo, la gente comienza a rodearnos gritándome a la cara la palabra bruja, insultándome. Juzgándome por mi sabiduría y mi poder, el cual he adquirido tras años de investigación, con el fin de controlar el poder de mi magia. Me juzgan por actos, que sin saberlo han conseguido salvarles en más de una ocasión de enfermedades a las que la aldea se ha visto expuesta.
Pero eso no les importa, puesto que detestan que una mujer sea más poderosa.
Mi destino es muerte por brujería. Pero el de mis hermanas es impedir que mi legado muera conmigo.