Roberto entra en el salón seguido de su nieto Javier. Se sienta delante de la ventana y observa al joven, que sostiene un cuaderno entre las manos. Un par de semanas atrás se lo entregó, «para que lo pases a ordenador», le dijo. El joven lo mira y se sienta en el sofá.
—¿Lo has leído? —Pregunta el anciano—. Seguro que hay muchas faltas de ortografía.
—SI, casi todo —responde Javier—, tengo marcadas palabras que no logro descifrar.
Su voz queda en el aire.
—¿Quieres preguntar algo, Javier? ¿Por Celso quizás?
El joven asiente con la cabeza, traga saliva y observa a su abuelo a contraluz. Es el mismo hombre que lo recogía del colegio. Quien está en sus fotos de cumpleaños y con quien ha compartido risas más veces de las que puede recordar.
—Celso era mi mejor amigo cuando éramos niños. ¿Recuerdas las casas ruinosas a la espalda del casino, en el pueblo? Una de ellas era la de su familia. Nos criamos juntos, entre otros niños. Ambos trabajábamos con nuestros padres. Él en el campo y yo en la panadería y el molino. Cuando no estábamos trabajando, jugábamos cerca del río, en la dehesa. Buscábamos liebres, caracoles y saltamontes. Éramos unos cinco niños de mas o menos la misma edad, pero Celso y yo siempre fuimos muy afines.
El anciano toma un poco de agua y observa a su nieto
—El tiempo fue pasando y bebimos de las discusiones de los adultos— continúa relatando—. Nos criamos con ellas y aprendimos a estar de acuerdo con las ideas de nuestra familia, sin pensar que pudieran ser ciertas las demás opciones. Tu bisabuelo, mi padre, siempre fue hombre de fe, y el molino y la panadería le daban cierto poder económico. El padre de Celso, en cambio, no pisaba la Iglesia, se quejaba de lo mal que pagaban el trigo y estaba amancebado con una mujer de fuera que, tras fallecer la madre de Celso al darlo a luz, le cuidó como mejor pudo.
>> Aun no éramos adultos cuando estalló la guerra, pero hubo que dar ese salto con rapidez. La desconfianza invadió el pueblo. Las viejas rencillas pasaron a ser grandes agravios y todos miraban por sobrevivir. Cerrábamos las puertas durante todo el día y los corazones latían nerviosos cuando se oían vehículos, pues no sabías de qué bando serían.
Roberto se pone en pie y se gira hacia la ventana, dando la espalda a su nieto.
—Esa noche, mi padre llegó empapado y con la escopeta en la mano. La tarde antes lo había visto hablar con unos soldados en la entrada del pueblo, que se fueron en pocos minutos. Tras él llegó Celso. Gritando y ensangrentado, apuntó a mi padre con la escopeta del suyo. Temblaba como la rama de un árbol un día de fuerte viento. La rabia le guiaba, pero el miedo le impidió actuar. Cayó arrodillado, llorando. Todavía oigo el disparo que siguió, no he podido olvidarlo.
Me ha encantado.
Saludos Insurgentes