Al amanecer, un resquicio de luz entra por la diminuta ventana, mohosa por el paso del tiempo. Miro ese destello, ensimismada, mientras me atuso el pelo encrespado y me froto las manos llenas de barro seco contra la saya de mi regazo. Tengo la boca seca, me duelen los ojos de no dormir y noto un pinchazo en la garganta al tragar saliva. Todavía me tiemblan las piernas, observo cómo el bajo de mi falda está hecho arapos, recuerdo que se enganchaba entre las ramas del bosque mientras corría. Alzo la tela y descubro el motivo del escozor en mi tobillo: un corte profundo, rodeado de sangre seca. Fue el resultado de mi error, pisar una trampa que habían puesto para cazarnos.
Un pensamiento me invade, me hace sospechar que mis hermanas también pueden ser presas de la Inquisición, y noto cómo me punza el corazón.
Pasos lejanos se acercan a mí. Se abre el mugriento portón y veo la cara de mi verdugo. Coge con fuerza mi brazo y me arrastra al exterior. Los gritos que me llaman «bruja» son el único sonido existente. El sol me quema los ojos, el olor a heces me invaden e impactan sobre mi cuerpo. Subo unas escaleras que crujen bajo mis pies y veo un montón de palos de madera, formando un círculo perfecto. Me empuja y caigo al centro: lo miro, pero no percibo ni un atisbo de piedad en él. No me arrepiento de ser como soy. Noto el olor a fuego y aceite.
A lo lejos, distingo tres siluetas bajo mantos negros. No tengo duda, son ellas, están vivas. Ahora si llegó mi hora, ya puedo morir en paz. Y entre el dolor y la soledad eterna que las llamas me causan, abrazo mi luz interior…