Tras apagar el cigarro con fuerza donde yacían ya los anteriores, cerré el portátil frustrada por no haber escrito ni una sola línea más, y me giré hacia Tomás, el niño de 8 años que estoy cuidando los fines de semana para ganarme el dinerillo que a este paso nunca ganaré con mis libros. Me miraba desde el marco de la puerta con esa cara de diablillo que me provoca escalofríos.
Resulta que eso de irse a dormir a las diez no le convence del todo, y estaba empeñado en que le contase otro cuento. Le pregunté que si no le valían los tres que ya le había contado y el tío me suelta que si supuestamente soy escritora tendría algo mejor que contarle. Anda, cuéntame tú un cuento si tanto interés tienes, le dije.
Así que ahora estoy aquí, fumándome el ya a-saber-qué-número cigarro mientras releo una y otra vez la historia que tal cual Tomás me ha contado, he copiado. Y es que, maldita sea, es buenísima. Tiene todo lo que puede llamar la atención a un chiquillo, casi pareciera que el niño se ha hecho todos esos aburridos cursos pedagógicos que yo siempre esquivo, pero atendiendo de verdad.
Doy vueltas y vueltas por el salón preguntándome si por la mañana se acordará de lo que me ha contado, ¿podría denunciarme un niño de 8 años por robarle la idea?¿A quién creerían los jueces? Estoy desesperada, pero me vuelvo a sentar junto al portátil y releo el cuento. Tengo que publicar esto.
Han pasado unos meses y “mi” obra no solo ha sido publicada, sino que también ha saltado a las pantallas en forma de estridente serie de dibujos animados y se venden feísimos, y caros, peluches con mi marca. Me deprimiría el hecho de haber comenzado mi estrellato como escritora con un cuento infantil, y encima, robado, pero es difícil deprimirse en mi nuevo ático con un cóctel en la mano.
Sin embargo, ni en esta cama con dosel, mi sueño desde que era niña, puedo dormir tranquila, siempre con un sobresalto al escuchar el teléfono o el timbre.
Hasta que al fin ha pasado, una llamada perdida de los padres de Tomás, para quienes dejé de trabajar al publicar mi relato con la excusa de centrarme en una inexistente novela.
Yo estaba ya por entregarme a la policía cuando vi que me había dejado un WhatsApp, resulta que la niñera les ha fallado y me preguntan si puedo ir esta noche. Ja, a mí, a mí que ahora ya en vez de en autobús voy en Uber a los sitios, a mí que ya no me preocupa llegar primera a las rebajas, como si pudiera interesarme el trabajo. Además, ¿y si el niño de repente se acuerda? Nada nada, totalmente descartado.
Aunque claro. En algún momento se me acabará el dinero de mi gran obra maestra. Y tal vez, Tomás tenga más grandes ideas en esa cabecita. Así que después de comerme las uñas hasta la raíz y de acabar con el último paquete de tabaco, le respondo que allí estaré.
La noche transcurría con normalidad, obviando la absoluta tensión que sufría, por supuesto, hasta que llegó la hora de dormir. En ese momento, mi querido Tomás me pidió que le contase un cuento, por lo que puse la mejor de mis sonrisas y le propuse jugar a un juego, en el que él me contaba un cuento y luego yo otro a él. Se quedó mirándome fijamente los que fueron los diez segundos más largos de mi vida, tras los que me dice, que perfecto.
Así que yo me relajo, y entonces, con toda la suavidad del mundo, me dice que figúrate qué casualidad, que ha salido ya la Play 5 y que tiene muchísimas ganas de tenerla, porque se la pidió a sus padres, pero ellos, siempre tan educativos, le compraron mi libro. Entonces me suelta mi querido Tomás que nos vamos a llevar muy bien, y que él me cuenta los cuentos que quiera, pero que a las diez no se va a dormir ni loco.
Y claro, en esta situación, qué puede hacer una. Yo, yo que dejé mi trabajo porque me gustaba lo de ser autónoma, y ahora tengo un jefe de 8 años.
Me ha encantado tu relato.