«Mi razón»

Por un momento he pensado en darle la razón. No porque estuviese cansada de darle vueltas al asunto, ¡qué va! Es más, me entretiene mucho verle las caras que pone cuando tengo una opinión que para él quebranta alguna de sus verdades, esas que sostienen su castillo de naipes.
Mi posición intelectual es el soplido del lobo y su mecha corta es la casa de paja del cerdito perezoso.

Es divertidísimo cuando finjo tener dudas de lo que digo. Entonces él se crece tanto que se siente ganador, pero en ese momento le asesto un argumento profundo que atraviesa sus entrañas dejándolo en un mar de lodo.

A veces me da pena cuando termina el combate dialéctico y se va a su lado del sofá a meditar sobre cómo se la ha vuelto a envainar. Pero esta vez ha sido distinto; estaba a punto de darle la razón, de decirle "sí, cariño". Sin embargo, después he pensado que correría la voz por el barrio, alguien conocería a un periodista de los que cubre la sección de curiosidades, el susodicho vendría por un reportaje que lo encumbrara, Iker Jiménez haría un especial entrevistando a un físico controvertido o, quizás, contaría que Nostradamus lo predijo en uno de sus versos. Con ese panorama, la idea se me ha hecho bola y he abortado la claudicación.
Al fin y al cabo, nuestro matrimonio fracasado se asienta sobre un valor por encima de todo: la sinceridad. Y por ello, no debo fingir que tener razón es intrínseco a mi naturaleza. Si falseo esta realidad inviolable puede ocurrir todo tipo de calamidades. Si no, ¿por qué se les pone nombres femeninos a los huracanes? Obvio: la Tierra llora cuando una mujer cede.

Tal vez necesite un suplemento de magnesio para no volver a dudar.




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