«Miedos que no se ven»

Por un momento se le pasa por la cabeza dormir sobre el colchón desnudo. Se maldice por haber olvidado las sábanas en la terraza comunitaria. En el móvil descubre que hay luna nueva.  Oscuridad total. «Mierda». Revuelve un cajón y saca la linterna frontal, pero cuando va a encenderla no funciona.
Se sienta sobre la aspereza de la cama. Las piernas se mueven al ritmo de la estridulación de las chicharras en un día tórrido. «¡Ya lo tengo!». Se pone los cascos y en el móvil selecciona una canción épica, una con la que un soldado iría al frente fingiendo que le importa un carajo su destino.
Agarra la jofaina y sale al rellano. Durante la espera, dentro del ascensor, recuerda su soledad y se pellizca sin compasión para aparcar todo pensamiento.
Llega a la última puerta, respira hondo y abre. Una inmensa negrura envuelve la terraza. Pone el primer pie en la nada más intimidante y traspasa el umbral; la línea que delimita el dominio de lo irreal.
Baja la cabeza y acelera el paso como el que incursiona en un fuego cruzado hasta llegar a las sábanas. La música tensiona sus tímpanos, pero siente que, tras la tela que descorra, un ser de ultratumba, con la piel hecha jirones y ojos encendidos de fuego, se abalanzará sobre su carne trémula. Una cascada de escalofríos recorre su piel y la vulnerabilidad de un bebé sacude su ánimo.
De improviso, la música se detiene y los cascos retumban por un latido desbocado, con el corazón a punto de desertar.
Con la ropa recogida, se gira para escapar, pero pisa una sábana y cae. De un salto se incorpora y abandona el lugar sin que ninguna presencia astral llegue a contornearse.
Una vez en el ascensor, mira su reflejo y sonríe.