Ya anunciaban los buenos augurios que nacería una niña con el don de hablar con los dioses.
Esa era yo.
Toda mi vida se ha centrado en prepararme para ese momento. La cima de nuestra montaña me esperaba el día de mi 18 cumpleaños. Estaba escrito que los dioses tenían un mensaje importante para todos nosotros y era mi deber recogerlo.
Lo complicado de todo esto era que tenía que subir yo sola una montaña volcánica, por suerte inactiva (¡Gracias a los dioses!). Todos los días caminaba kilómetros y kilómetros, varias veces al mes dormía a la intemperie y aprendí a sobrevivir en condiciones adversas.
Y llegó el momento.
A dos días de mi cumpleaños emprendí el ascenso, dejando atrás a mi familia y a todo el pueblo. Además de la mochila, también llevaba a las espaldas todas las expectativas, esperanzas e ilusiones de una comunidad deseosa de noticias de los dioses.
Creo que no hace falta decir que la presión de la responsabilidad me ahogaba un poco.
El primer día de camino fue tal y como esperaba: una pendiente moderada, una temperatura soportable y un paisaje espectacular.
El segundo día fue una pesadilla.
Apenas podía ver por la ventisca que chocaba contra mi cuerpo, con tal fuerza que me costaba avanzar en mi camino. El frío amenazaba con partir mis huesos y no sentía los dedos ni de manos ni de pies. «¡Feliz Cumpleaños para mí!»
Pero lo conseguí. Llegué a la cima.
Llamé a los dioses como me habían enseñado y varias figuras llenas de luz aparecieron ante mí. ¡Al fin conocería su mensaje!
Una de ellas habló.
―Por favor humanos, no nos llaméis más, sois unos pesados.
Y con esas palabras desaparecieron de mi vista.
«¿Y ahora cómo vuelvo yo con esto a mi pueblo?»
Coincido con José, es un final que saca una carcajada.
Enhorabuena!
Saludos Insurgentes.