«Los futuros no realizados son sólo ramas del pasado: ramas secas».
ITALO CALVINO. Las ciudades invisibles.
Nunca recordaré el momento exacto en el que lo conocí. Pero sí, que sus ojos se convirtieron en los míos y la vida comenzó a tener color. Y olor. Y toda otra suerte de matices.
Lo llamaban Gorrión -aunque su nombre verdadero fuera Hermenegildo Nunes de Azevedo-. Era un personaje. Sentado allí. Día tras día. En la escalinata de la playa alentejana, allá donde comienza la rua do recanto. Allá donde vendía poemas de amor añejos con aroma de medronho.
Gorrión y la innombrable eran conocidos en los principales cenáculos de las letras portuguesas. Gorrión era un eterno candidato a toda suerte de premios literarios. Un perdedor ilustre que aparecía encofrado en su smoking, calzando las hawaianas que aún hoy sigue usando. Sabedor de su papel en esa farsa de carmín, esmalte y champaña, nunca le abandonó su sonrisa afable. Más conocido por las olas que montaba en la costa de Ericeira, muchos se preguntaban si esa malsana afición no evitaba su consagración definitiva en el mundo de las letras. Las malas lenguas señalaban, sin embargo, que la razón no era otra que la innombrable.
Hasta que un año, un día cualquiera, la innombrable desapareció. Los primeros años, contaba su historia a quien tuviera oídos y quisiera escuchar, que no son la misma cosa. La innombrable había muerto ahogada en la misma playa donde dicen que aún es posible ver a Gorrión con su miradadelocoextraviadaysubarbaralarepletadecanasydelamarillopálidoquedenotaalosgrandesfumadores. Gorrión no recordaría jamás en qué momento la innombrable se levantó, pero sí sus últimas palabras («No es lo mismo»). Ni siquiera cruzaron una mirada, cómplice como sólo pueden ser las últimas miradas que no saben que lo son, antes de que la innombrable se sumergiera en las frías aguas portuguesas. Su cuerpo aparecería horas después, como un escupitajo de mar, con los ojos sempiternamente abiertos a la eternidad de un cielo de estrellas.
Conozco bien a Gorrión. O eso creo. Amaba como nadie a las palabras. Y, sin embargo, las maltrataba. Decía que «son unas putas, unas puercas,... no tienen nada de inocentes». «El mundo está lleno de idiotas…. las palabras no sólo se dicen, se oyen, se leen, … también se paladean, degustan, huelen…» me parece aún oírle. Pero, por encima de todo, hablaba mal de las palabras escritas, que eran «una sentencia de muerte… ¡son imborrables las muy putas!»). Aún recuerdo su último discurso, defendiendo cual filósofo griego y con su prosa llena de hermosos tacos y neologismos que «la palabra escrita tiene vocación atemporal, y permitió, a diferencia del lenguaje oral, el nacimiento de la Cultura... Los escritores, señoras y señores, somos los dueños de un puti-club, pero que ellos… nos deleitamos desnudando a los clientes, cual pornógrafos del alma». Pobre diablo. Gorrión siempre decía alguna tontería cuando estaba borracho de nostalgia.
Tras partir la innombrable, Gorrión dejó de escribir aquellas novelas y ensayos henchidos de tuétano que lo habían justamente encumbrado. Pero las palabras le acosaban noche y día y Gorrión les daba salida, cual eyaculación creativa, a través de un poemario con aromas a brisa marina. Eran poemas intensos, llenos de ternura y, tenían el hálito del amor azul de E.J. Malinowski. ¡Joder! Te cogía la mano. Te miraba con esos ojos eternos y grisáceos a la vida, y en un instante, ¡zas! su mano rugosa y tierna de una dulce amargura vomitaba las palabras que, con la certeza de la esgrima, desnudaban tu alma. ¡Qué cabrón!
Sus poemas eran capaces de desvelar esos micro-instantes que descarrilan una vida. «Lo que va de ayer a hoy te cambia la vida» le gustaba pontificar a Gorrión. Porque déjenme revelarles un secreto: las personas, y Gorrión no era una excepción, a veces sólo podemos sobrevivir creándonos nuestra propia realidad.
No es lo mismo. Tres palabras que consiguen destrozar el corazón de quien te ama. Sobre todo, si son las palabras de la innombrable y se refieren a Hervé Joncour, ese viajante a quien ha decidido seguir en su viaje al vacío. No es lo mismo. Tres palabras que ejercen de árbitro en el ritmo obligado y cansino que la ausencia otorga. Su cabeza negadora que no mira o mejor no te mira a ti, pero sus ojos descansan en el suelo y tú quieres ser suelo. Tu rostro seco cuando el silencio blanco se apodera de tus entrañas y le dijiste mientras la abrazabas que no pasaba nada, aunque en realidad sí pasaba. ¿En qué momento las horas pasadas no fueron suficientes?
Nunca lo sabré. Pero creo que Gorrión se sintió como cuando un seis de agosto de 1909, James Joyce redacta una de sus cartas de amor a Nora Barnacle. James escribe, su identidad en manos de su amada, «Oh, Nora, compadécete por lo que ahora estoy sufriendo. Lloraré días enteros. ¡Se ha roto mi fe en el rostro que amaba! Oh, Nora, Nora, apiádate de mi pobre desdichado amor. No puedo llamarte con ningún nombre querido pues anoche supe que el único ser en quien creía no me era fiel. ¿Se ha acabado todo entre nosotros, Nora?».
La carta de James no fue la última. Simplemente era un preludio de las que llegarían con el afán de recuperar a su amada. Gorrión, sin embargo, escribió un último poema de amor, sin saber que era el último. Y olvidó todos los besos con un douleour exquise. Creo recordar, perdónenme mientras este viejo se acomoda aquí, en la rua del recanto, mientras el sol se pone, que el poema versaba así:
Princesa
morena
de los Agostos taciturnos
tercio dulce de Grimbergen
terrón de hedonismos
en los labios espumosos
de las noches obligadas de tu ausencia;
recuerdo necesario
de los cielos grises y los milanos reales
de los medio-días sin su medio
en los silencios encontrados
de los tiempos deudores de tu memoria.