Margaret echó un vistazo por encima del hombro de Al. Como todos los días, se topó con el brillante e impoluto documento en blanco que ocupaba buena parte de la pantalla del ordenador.
—¿Cuánto piensas seguir mirando el teclado?—preguntó, no por primera vez.
—No lo miro, pienso. —respondió Al—. Medito, reflexiono. Es el proceso creativo, ¿entiendes? El proceso lo es todo.
—Eso dices siempre. ¿Has escrito algo ya?
—¿Escrito?
—Sí. A veces los escritores escriben.
Al giró su silla de ordenador, todo ojeras, uñas mordidas y ropa interior demasiado vieja y demasiado holgada.
—Cómo se nota que no entiendes de esto ¿Crees que es tan fácil? Primero hay que elegir la tipografía adecuada. Los. Aspectos. Formales. Son. ¡Clave! —exclamó, alzando la voz a cada palabra—. Fuente, tamaño, márgenes, sangría, espaciado... ¿Pongo en cursiva los pensamientos? ¿Entrecomillo el apodo de la protagonista? Dios mío, ¿cómo se pone el maldito guion largo? ¡¿Cómo se pone el guion?! ¿Tú lo sabes? ¡Porque yo no!
Margaret se encogió de hombros, limpiándose un salivazo fortuito en la mejilla.
—¿Cuánto café has tomado esta mañana?
—¿Ya es de día? -Margaret asintió—.No lo sé. Mucho. Todo. Se acabó como a las cuatro y le metí mano a esa bolsa rara que hay en el armario.
—¡¿La que está en cirílico?!
—No seas racista.
—No soy...
—¡El proceso -repitió Al levantándose y tirando un par de tazas sucias- lo es todo! Antes de saber qué escribir hay que saber cómo hacerlo.
—Tío, relájate.
—¡No puedo relajarme! ¿Y si a la gente no le gusta? ¿Y si nadie me publica, o es un fracaso estrepitoso y profundo que acaba con mi reputación y hunde mis sueños en la más miserable miseria?
—Un poco redundante.
—¡Tú eres redundante!
Margaret suspiró y salió al balcón a tomar un respiro. Al era un cielo, pero suponía un esfuerzo tremendo tan solo estar en su presencia. Esa indecisión, ese dramatismo impostado y la excesiva dosis de insufrible neurosis... Si no fuese de natural paciente, le habría estampado la cara contra el teclado, aunque solo fuera por ver cómo aparecían letras por fin sobre la pantalla.
¿Tan difícil era escribir algo? Para ella era cuestión de ponerse y ver qué salía. Pero a él le obsesionaba cada detalle. Por lo que Margaret había podido deducir de entre sus confusos exabruptos apenas tenía el nombre de su protagonista y el infantil capricho de introducir una rana parlante. Aunque eso bien podía cambiar en cualquier momento. Al era inconstante y fumaba demasiada hierba; sus escasos avances podían irse a pique en cualquier momento.
—... ret? ¿Margaret? ¿No me oyes?
Entró de nuevo al salón y ahí estaba Al, inclinado sobre su escritorio, con un folio rayado delante y dos bolígrafos en la mano.
—¿Negro o azul? ¡No, no te lo pienses! Contesta sin más.
—¿Bolígrafos? ¿Y tú ordenador?
Al bufó algo parecido a una risa amarga.
—Es para las dedicatorias. Tengo que saber qué color irá mejor.
—¿Pero qué dices? ¡Si ni has empezado! Todavía no tienes escrita ni una galletita de la suerte. ¿A quién le vas a dedicar nada?
Al se dio la vuelta indignado. Margaret se debatía entre reírse y darle con la plancha en la cabeza.
De haber habido algo que pudiera acabar con ese ridículo bloqueo, lo habría hecho. Al siempre había sido tozudo como el que más, pero empezaba a preocuparse realmente. Estaba tan obsesionado que no disfrutaba de escribir. Aún recordaba cómo le hablaba de sus grandes planes, de las historias que bullían en su cabeza. Le habría gustado volver a ver esa parte de él. Ojalá hubiese sabido cómo conseguirlo. Lo único que podía hacer, lo que hizo, fue decirle lo que tenía que oír:
—Saldrá bien.
Al se volvió con el dedo alzado para responder con alguno de sus caóticos comentarios. Sin embargo, se detuvo. Margaret pudo ver la sensatez y el miedo abrirse paso en su rostro.
—¿Cómo lo sabes?—preguntó tras un largo silencio.
—Vamos.... he leído tus relatos. Si tu novela es igual de buena te la quitarán de las manos. Se pelearán por hacer una trilogía de películas que seguirán explotando durante décadas aunque ya no gusten a nadie.
—No lo entiendes. Dejas algo de ti en cada texto, abres un poco más la puerta a tu interior. Permites que otros, que cualquiera, vea lo que tienes que ofrecer. —Margaret vio a Al con ojos nuevos. Parecía sereno, sincero como nunca. Parecía sensato y aterrado, abatido por una verdad que le asustaba—. Cada una de tus obras, grandes o pequeñas existirán para siempre. Siempre juzgadas por todo el que las lea. ¿Y si no gusta? ¿Y si todo el mundo la odia? ¿Y si muestras una parte de ti que acaba siendo pisoteada? Si no es perfecta... Si no es perfecta te arriesgas a que el mundo entero te aplaste.
Margaret agarró a su chico, a su inseguro escritor, de las manos. Estaban frías y le temblaban ligeramente, pero ella prolongó el contacto para transmitirle su calor.
—Pero qué voy a decirte a ti...—prosiguió—. Al fin y al cabo tú solo eres mi protagonista, mi personaje. Ni siquiera estás aquí de verdad.
—¿Qué?
—Ya no sé dónde está el límite, qué es verdad y qué no. Oh, Margaret... ojalá fueras real.
—¿Qué?
—¿Qué de qué?
—¿Ojalá fuera real? —Al asintió, su rostro abatido hundido en el hombro de ella—. ¿Pero es que eres idiota? ¡¿Cómo no voy a ser real?!
Margaret rompió el abrazo y fulminó con la mirada a Al.
—Bueno, yo... Yo te inventé. Tú solo...
—¿Que tú, qué? ¿Estás mal de la cabeza? ¡Si llevamos juntos cuatro años! ¿De verdad crees que soy de mentira? ¡Se acabó, voy a tirar ese café ruso!
—¡No! No, Margaret, perdona.
—¡Ni perdona ni nada! ¡Más te vale ponerte a escribir de una vez! ¡Y deja los puñeteros bolis! No querrás acabar con uno clavado en un ojo.
A veces era muy duro ser la pareja de un escritor.