Eduardo se secó el sudor de la frente, aunque no hacía calor. Su cuerpo estaba rígido, su espalda dolorida, y su cabeza a punto de explotar. Llevaba media novela escrita, unas mediocres 80 páginas que le habían costado seis meses de esfuerzos inútiles. Pero no podía fallarle a su editor, que le presionaba cada semana a través del teléfono.
Se volvió a secar el sudor de la frente. Miró con inquina a la pantalla de su portátil, brillante, impávida, serena, inmune a su nerviosismo. Las palabras no fluían, sus dedos inertes no tecleaban, su cerebro no avanzaba con la historia. Una historia mala, lo sabía, sin interés. Una chica que era acosada por un psicópata. La chica tenía un gato que se llamaba Jazz. Eduardo tenía un gato que se llamaba Jazz.
Intentó concentrarse en la escena. Ella tomaba una ducha mientras el psicópata accedía sigilosamente a la casa a través de una oportuna ventana abierta. Previsible. Mala. No se le ocurría nada mejor.
Eduardo fue hacia el baño. Mientras se duchaba pensó que también tenía las ventanas abiertas. Se rio amargamente de sí mismo. A pesar de ello, al salir de la ducha, no pudo evitar recorrer la casa, atento a los rincones donde podría esconderse alguien. No encontró a nadie, pero una inquietud comenzó a recorrerle el cuerpo chorreante.
Volvió al ordenador sin ni siquiera vestirse. La chica miraba apasionada su Instagram mientras el psicópata echaba silenciosamente el cerrojo de la puerta principal. Eduardo describió al psicópata con detalle: de escasa altura, pero fuerte, moreno, de ojos saltones y voz aguda. La chica, cómo no, rubia, delgada, sexy.
Los ojos saltones recorrieron ávidamente el cuerpo de la chica desde las sombras. Ella planeaba cómo hacerse un selfie en la cama, desnuda pero sin que ninguna parte de su cuerpo apareciera claramente en la foto. Giró a un lado, al otro, frunció los labios, entornó los ojos. Se recreó en su propia belleza mientras alegremente mascullaba cuántos likes tendría esta vez.
Eduardo pensó que él nunca se había hecho un selfie. Ni siquiera tenía Instagram antes de empezar la novela, había tenido que investigar varios días en Internet para averiguar cómo funcionaba. Hastiado, cogió también su móvil y abrió la aplicación, llena de fotos de chicas sugerentes y de frases coloridas con mensajes absurdos. Se hizo una foto donde se vio con profundas ojeras y labios rígidos. La publicó, total no tenía seguidores. ¿Quién iba a verla?
La chica había acabado su tarea con Instagram y se había puesto un escotado camisón. El psicópata se mojó los labios con nerviosismo. Era la primera vez que tomaba la iniciativa, tras años y años de soñar con llevarlo a cabo. Esta vez lo iba a hacer. Iba a rodear su hermoso cuello con sus manos y apretar hasta que dejara de moverse. El deseo podía más que el miedo a las consecuencias. No dejaría pistas, lo tenía estudiado: guantes, gorro, condones. Todo bajo control.
Eduardo levantó la vista del teclado, molesto porque un ruido le había sacado de su concentración ahora que por fin parecía que las frases empezaban a tener sentido. Sin embargo, una alerta en el fondo de su cabeza le hizo ponerse de pie y mirar alrededor. No veía nada extraño, pero había oído claramente un ruido dentro de la casa. “Será el gato…”, pensó. Volvió al trabajo, hasta que un nuevo ruido le hizo ponerse de pie. Ya visiblemente nervioso, fue hacia la puerta principal, donde se encontró el cerrojo echado. Se quedó pensativo. No recordaba haber echado el cerrojo, no solía hacerlo. Maldijo su memoria. Aquella novela le estaba volviendo loco, no conseguía hilvanar la historia, ni siquiera imaginar una escena medianamente interesante. Estaba totalmente bloqueado desde hacía meses.
Recorrió la casa una vez más, sin encontrar nada. sudando copiosamente. La chica hizo lo mismo, caminó por un largo pasillo tras oír extraños ruidos, pálida pero valiente, llamando al gato. ¿Jazz? ¿Dónde estás, bonito? Cuando llegó a la cocina, empujó la puerta batiente y encontró al gato tumbado en el suelo sin moverse. Corrió hacia él, lo cogió en brazos con ternura, pero estaba frío y no se movía. Estaba muerto. La chica empezó a llorar y fue hacia la puerta con el gato en brazos.
Eduardo oyó maullar al gato. Era un animal desapegado, para nada mimoso, nunca le buscaba, y rara vez maullaba. Histérico, echó a correr hacia su propia cocina, y respiró aliviado cuando no lo encontró tumbado en el suelo. Recorrió todas las habitaciones, pero no le encontró en ningún sitio. Le llamó a gritos, pero no apareció.
La chica cargada con el gato intentaba desesperadamente abrir la puerta, pero sus lágrimas le impedían ver que el cerrojo estaba echado. Una voz aguda le dijo: “no puedes escapar”. Se giró y vio a una sombra, alta como ella, y unos ojos saltones que la miraban descaradamente. Gritó y soltó el cuerpo del gato. Volvió a pelear con la puerta, pero no se abrió. El hombre la cogió con fuerza y la arrastró hacia el dormitorio mientras ella se debatía y gritaba.
El gato volvió a maullar, y Eduardo golpeó con frustración el teclado. No quería dejar la escena, pero los maullidos del gato le estaban volviendo loco. Se levantó y siguió buscándole sin éxito, mientras la escena se desarrollaba en su cabeza. La chica se debatía en la cama mientras el hombre la sujetaba con fuerza. Eduardo se desplazó del ordenador a la cocina y volvió varias veces, mientras los maullidos del gato y la escena de su cabeza se mezclaban rabiosamente.
Desquiciado, halló al gato encerrado bajo una silla que había volcado en la cocina. Pateó la silla con furia y cogió con rabia al gato del cuello, apretó hasta estrangularlo y lograr que los maullidos cesaran. Arrojó el cuerpo inerte del gato en el suelo de la cocina y volvió a la novela. Ahora ya sabía qué final darle.