Atenea, desde su atalaya en el majestuoso y asediado Monte Olimpo, observaba la llanura a sus pies desde la que ascendían perezosos, negros, los humos de centenares de hogueras en las que ardían los cuerpos de los dioses de Egipto.
A la diosa le parecía escuchar los ecos de los gritos de Osiris maldiciendo furioso a sus asesinos mientras se quemaba en la pira. Le recordaba orgulloso y desafiante aquella mañana cuando él y los suyos habían decidido intentar una salida desesperada. -Más vale morir con honor que atrapados en esta ratonera.
Algunos años atrás se reían juntos de quien dice ser el Único y sus seguidores. Nunca imaginaron el poder del dogma frente a la filosofía, de la certeza frente a la duda, del miedo frente a la belleza, y ahora pagaban caro el precio de su ceguera.
Tampoco imaginó jamás que ella, la diosa virgen, la astuta guerrera, se enamoraría de Él en una de sus misiones de espionaje tras las líneas enemigas.
Cuando le vio predicando entre sus fieles, su pelo negro y rizado enmarcando un rostro bello, amable y firme, sus hipnóticos ojos negros, el icor de sus venas se inflamó como nunca le había ocurrido antes.
Él la reconoció pese al disfraz y, aun así, no la desenmascaró. Sus encuentros furtivos carecían de toda lógica, de toda contención.
Cuando un día, abrazados desnudos sobre la hierba, ella le preguntó al fin por qué, él, tras un largo silencio, sin mirarla, sólo respondió -He venido al mundo a destruir la obra de la hembra.
Bien, no lo haría sin lucha, Atenea Promacos, se ciñó el casco, agarró lanza y escudo y se lanzó ladera abajo, junto a su padre y hermanos hacia la llanura abarrotada de enemigos, las lágrimas corrían incontenibles por sus mejillas.