Óscar está pensando que el día ha estado divertido después de todo. Si es que sigue teniendo esa vena algo payasa, o showman o llámalo cómo quieras, también la de sacerdote en el púlpito, también. En el fondo es parecido: un hombre al que le gusta la performance, el hablar en público y exhibirse un poco. Se riñe a sí mismo por tener estos pensamientos gamberros y poco compasivos con su persona. Se lo pasa bien ayudando a los demás y si eso exige exponerse no le importa. La vergüenza la dejó perdida en algún lugar entre Astorga y Galicia mucho antes de colgar la sotana.
Hoy ha estado con su familia rodando un anuncio para promocionar el hotel de un cliente o amigo, o las dos cosas. También se le diluyen los afectos muchas veces. Qué más da. La cuestión es que pasaron una tarde preciosa, en aquel hotelito perdido en la montaña con vistas a un pantano. En agradecimiento el dueño les dejó disfrutar de la cena preparada para el rodaje y pasar la noche los cuatro en el hotel. Son una familia de cuatro, su amada esposa, un niño y una niña. Un equilibrio perfecto, solo les falta el perro. Cuatro son las patas del perro, las de una mesa o de una silla, los puntos cardinales y cuatro eran los jinetes del apocalipsis.
«Mal, Óscar, mal, otra vez la retranca, chico, se te ha pegado más que el acento», se dice mientras camina por la carretera de acceso a la aldea donde está el hotel. Es de noche ya y su familia duerme. Él se ha desvelado, demasiados cafés. Hace una noche preciosa, despejada y cálida. La estrecha carretera discurre paralela al pantano, aunque en algunos momentos se pierde el agua de vista y te ves rodeado por los árboles, en esta época tan frondosos que apenas se puede distinguir el cielo. Los castaños centenarios son los más llamativos, con unos troncos bajos para su edad, pero anchos, como un hombre achaparrado y forzudo. Le encantan esos árboles mayores; seguro que tendrían mucho que contarle si pudiesen hablar.
Se sienta un momento en un tronco caído a escuchar los ruidos del bosque, a respirar hondo. Está pensando que es una persona afortunada porque tiene una familia a la que quiere, un buen puñado de buenos amigos (en este caso, vale la redundancia), un trabajo que no le disgusta y una vida bastante entretenida. Bueno, algo más emocionante podía ser, pero después de los 50 tampoco tiene muchas ganas de ser Indiana Jones. Aunque pensándolo bien, ese símil no se puede aplicar; Indiana Jones sigue de aventuras a los 80, en fin, que él se entiende y vosotros también le entendéis.
En esos pensamientos algo absurdos y erráticos estaba, disfrutando de la paz del lugar cuando escucha el sonido de una llave en una cerradura, el chirriar de una bisagra y un arrastrar de puerta. Una luz aparece desde el tronco que tiene delante, a unos escasos tres metros y llega hasta la punta de su pie izquierdo. Cierra los ojos, respira hondo, se acuerda del dios que a veces olvida y le pide perdón otra vez, por si acaso. Abre los ojos y la luz sigue allí, pero ahora hay una silueta que la recorta. Mira fijamente, intentando distinguir.
Piensa en que algo que cenó le ha debido sentar mal; no dejaba de ser una comida de mentirijillas, para el anuncio. A ver si es que no se podía comer. Pide perdón otra vez por el pecado de la gula, que lleva mortificándole toda la vida, bueno, ese y el de la pereza y el de la lujuria y… Mejor dejarlo que ese no es el camino.
Se coloca mejor las gafas y piensa que si estuviera soñando no las llevaría porque en los sueños uno no tiene miopía ni astigmatismo. Allí hay un ser diminuto con las manos en jarras, cual Peter Pan, que también le está observando.
—Buenas noches, ¿Qué miras, grandullón? —le pregunta con una voz algo chillona—. ¿Nunca has visto un gnomo?
—No, no. Y la verdad es que ni siquiera me he planteado esa pregunta nunca. El concepto gnomo ya no está ni en los cuentos, es algo obsoleto —suelta de corrido Óscar nervioso. La verborrea siempre ha sido una especie de arma defensiva para él.
—Eso no sé si ha sonado más pedante que ofensivo, la verdad. Pues vaya mierda de saludo. Igual te ha sentado mal que te llamase grandullón. Podemos volver a empezar, si te parece. Si estás aquí es por una razón, es mejor que nos tratemos con… ¿cordialidad?, sí, esa es la palabra, sí. Suelo estar mucho tiempo solo y tampoco a mí se me dan muy bien las relaciones interpersonales.
—Perdona, he sido algo brusco —reconoce Óscar—. ¿Tú sabes la razón de este encuentro?
—Sí, claro. Y si tú te parases a reflexionar un poco también te darías cuenta. Pero no voy a andarte con acertijos, que cuanto antes acabemos, antes nos iremos a descansar —le responde resuelto el hombrecillo—. Hoy tenías que conocerme porque se te ha olvidado La Esencia y yo te la tengo que recordar.
—La esencia. ¿Qué esencia? —pregunta perplejo Óscar.
—No qué esencia, sino La Esencia, así con mayúsculas.
El gnomo entra en su casa del árbol y vuelve al cabo de unos segundos. Lleva un anillo extraño, porque es del tamaño del gnomo, pero cuando se lo ofrece a Óscar y este lo coge, el anillo es justo del tamaño de su dedo corazón.
—Llévalo siempre y acuérdate de leer sus palabras todas las mañanas cuando te levantes.
Con esas palabras el hombrecillo vuelve a meterse en su casita y cierra la puerta.
Óscar no recuerda bien cómo volvió al hotel. A la mañana siguiente seguía teniendo el anillo puesto que tenía grabada la siguiente frase.
Serenidad. Solo el lago tranquilo refleja las estrellas.
Yo quiero ver ese gnomo y ese árbol!!
Je, je, je.
Buena narración compañera.
Saludos Insurgentes