Quedar con ella era un enfrentamiento armado contra la realidad. Yo, un poeta, incapaz, inválido para afrontar mis propias palabras y deseos, mendigando un mendrugo de pan que llevarme a la boca.
En aquella terraza de un día tibio me pedí un café, solo y amargo, y ella se conformó con un té moruno. La naturalidad con la que hablábamos, la facilidad con la que le sacaba una risa y con la que ella lograba enternecer mis mejillas, la inagotable fuente de anécdotas y la futilidad con la que buscaba rozar desesperadamente por un instante nuestros pies. Hablar con ella era agua de buena mañana.
Quedar con ella era uno de los mayores placeres que podían fracturar mi rutina, pero la realidad…, es demasiado ella. La mujer que amaba sabe sacarme las palabras, sabe inspirar mis escritos, ella sabe más que yo, aunque soy yo el que se las da de sabio. Ella sabe sacarme jugo. Sacar de donde solo queda apetito.
“¿Para cuándo una boda?” le pregunté tratando de demostrar que no me importaba. “¿Te gustaría que me casara con él?” respondió ella con una perfecta dosis de inocencia y malicia. Yo, mudo, no respondí. No tenía respuesta. Decir que “sí” era mentir. Decir que “no” era mentir. El silencio supo atinar mejor la respuesta y ella me sonrió consciente de todo el peso que a mi mente había regalado.
Ella era como agua para el hambriento.
Saludos Insurgentes