A veces me imagino mis emociones desbordándose de mí, y consumiéndome. Como el fuego que arde tan intenso que es de esperar que luego solo queden cenizas.
Me quedé sentada en esa habitación blanca.
Los peores demonios son los que reptan en el silencio, cuando los miedos se convierten en ruido dentro de tu cabeza. Demasiado ruido en el silencio. Y esa maldita habitación estaba llena de él.
Si mis emociones me consumían como el fuego, los silencios me ahogaban como si de agua helada se tratase. Dejaban tomar el control a todo lo que debería permanecer encerrado.
Estuve perdida en un mar de mentiras, y no sabía si quería encontrarme. Al final, la verdad fue un castigo mayor que el peor de los engaños. Tener los ojos vendados, y mirar sin ver, no puede ser peor que esta desesperación. Estas emociones surgidas de la verdad. Que se aferran a mí, hundiéndome en un abismo, mucho más profundo que las falsas palabras.
Quise saber, y ahora que conozco me hubiese gustado no ver. El dolor es demasiado ahora que es real. Así que si de mí dependiese volvería a las mentiras. Aunque he de admitir que cuando vuelva a ellas, la verdad volverá a tentarme. Siempre es así. Y yo, estúpida, no sabré ver las mentiras como el regalo que son. No las veré como mi salvación, y sé, sin lugar a dudas que volveré una y otra vez a internarme en ese infierno, donde lo que ves es lo que hay.
Probablemente jamás me atreva a dar voz a semejantes pensamientos, llenos de amargura. Puede que me consuman por dentro.
¿Todos podrán ver mis lados calcinados y rotos? ¿Las cicatrices y las pesadillas?
Me pregunto si eso será verdad o no.